La Viking odisea I: Un viaje por Escandinavia
EL JARDÍN DE LOS MONOS
No se trata solo de paisajes imponentes o ciudades impecables, sino, también, de una forma de vivir, de entender el mundo, que me inspira profundamente
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En el mes de febrero de 1975, por razones de trabajo, tuve la ocasión de viajar a Suecia, estuve en Estocolmo y en la ciudad industrial de Linköping. En la capital, una de las ciudades más hermosas y sugestivas del mundo, estuve residiendo y, en la segunda, visitando la fábrica de los ordenadores Datasaab. A título de anécdota les contaré que, en un acto de cortesía por parte de los circunspectos suecos, me invitaron a visitar parte de la fábrica de los aviones de combate, o cazas, Saab, hecho insólito por ser una instalación militar de alto secreto. (Tan solo me hicieron firmar un documento en el que juraba no ser ingeniero). Con ello quiero decir que, si bien los escandinavos son extraordinariamente rigurosos, ordenados, rígidos con las normas y litúrgicamente protocolarios, tienen también un punto de empatía y cordialidad para con sus visitantes.
A partir de este viaje, que tan solo fue de una semana por aquellas tierras nórdicas en la que tuve ocasión de entrar en contacto con sus gentes, conocer su organización social, su asombrosa y estratosférica tecnología y su naturaleza (el viaje en tren entre Estocolmo a Linköpin es delicioso), causó en mí una profunda curiosidad —casi una necesidad— por conocer mucho más a fondo los países escandinavos. Sus paisajes, donde abundan bosques de altísimas coníferas, lagos, glaciares y cataratas, su esmerado cuidado del medio ambiente, su cultura, su historia y hasta su gastronomía, incitaron mi curiosidad, quizá porque hay algo en esas tierras nórdicas de Europa que siempre me ha llamado, como si estuvieran esperando que yo lo descubriera. No se trata solo de paisajes imponentes o ciudades impecables, sino, también, de una forma de vivir, de entender el mundo, que me inspira profundamente. Eso determinó este viaje con el deseo de conocer Noruega, Suecia y Dinamarca, con ojos abiertos y corazón dispuesto.
No hicieron falta muchas más razones para iniciar esta odisea de recorrer Escandinavia. Un mes de agosto de 1978 estuve, acompañado de mi mujer y mis compadres, recorriendo la península y regresé con más anhelos de volver. Así que, una década después, el mes de agosto de 1991, volví acompañado de mi esposa y mis hijas y de nuestros amigos Victor y Conchi con sus hijos. Fue un viaje en el que nos sumergimos en Escandinavia, en su naturaleza, su historia y en su cultura tan particular. He de decir que, especialmente, me fascinan los vikingos, sus mitos y su manera de ver la vida, pero lo que más me asombra es cómo este pueblo de bárbaros, estas naciones, hayan sabido, conservando su identidad a lo largo del tiempo, convertirse a su vez en referentes modernos de progreso y bienestar.
Caminar por las calles de Estocolmo o Copenhague no es solo visitar ciudades maravillosas, es entrar en contacto con siglos de historia, con castillos antiguos, iglesias, edificios monumentales, museos de clase mundial, a la vez que nos sorprenden sus diseños, su arquitectura o su forma de concebir los espacios públicos y, sobre todo, el disfrutar de una vida urbana vibrante, limpia, creativa y profundamente respetuosa. Quizá lo más atractivo de los países escandinavos es su ejemplo. Son sociedades que han sabido encontrar un equilibrio, que muchos países aún buscan, entre el desarrollo económico y el cuidado de las personas; entre el progreso tecnológico y el respeto por el medio ambiente. Es excepcionalmente interesante experimentar de primera mano cómo se vive en ciudades pensadas para las personas, cómo funcionan los servicios públicos, cómo se respira esa sensación de seguridad y confianza en lo colectivo. En sus ciudades, la sostenibilidad no es solo una palabra bonita, sino una práctica diaria. Es común la movilidad con bicicletas por todas partes, un transporte público eficiente, el uso de energías limpias y la abundancia de espacios verdes. Es mucho lo que hemos de aprender simplemente observando cómo viven, cómo consumen y cómo se relacionan con su entorno.
Otro de los encantos que motivaron este viaje fue, sin duda, su naturaleza. Escandinavia ofrece algunos de los paisajes más espectaculares del planeta. Desde los fiordos noruegos, que parecen esculpidos por gigantes, hasta el espectáculo del sol de media noche, sus glaciares y cataratas, o los lagos escondidos entre los interminables bosques suecos. Es un auténtico anhelo el de estar allí, no solo para admirarlos, sino para sentirse parte de ese entorno. Caminar por senderos que cruzan montañas y lagos, escuchar el silencio de los bosques, oír el crujir de la pinocha bajo los pies, ver saltar a las ardillas o correr a los renos, es una forma de reconectar con lo natural, con la tierra, con un ritmo más lento y más consciente.
También es realmente interesante descubrir cómo, en medio de todo ese respeto por la tradición y por la naturaleza, los países escandinavos han logrado ser líderes en innovación. Intriga su diseño minimalista, su forma funcional de hacer las cosas, su creatividad para resolver problemas de manera elegante y sencilla, su tecnología que ya, en mi primer viaje, me pareció de extraterrestres, comparada con la que teníamos en la España de los setenta. Un ejemplo puede dar una idea de lo que digo: En un servicio público me quedé sorprendido de que, al entrar, las luces se encendieron sin que yo tocara interruptor alguno y, lo mejor, cuando fui a lavarme las manos, pasé un cuarto de hora buscando como hacer que el grifo del lavabo funcionara, no había manera de encontrar la llave de paso, hasta que entró un sueco y vi como el grifo le funcionó con tan solo poner las manos bajo él. Afortunadamente no es el caso para los jóvenes españolitos.
Pero, más allá de todo esto, para mí, el viaje suponía una búsqueda personal. Escandinavia no era solo un destino turístico, era una forma de seguir avanzando en conocimientos, abriendo la mente a otras maneras de ver la vida y de ser en el mundo. Deseaba convivir con otra cultura, con distintas costumbres, probar otras comidas y comprobar cómo, dentro de una misma civilización occidental y europea, existían pueblos con una mentalidad infinitamente más avanzada que la estricta y casposa cultura española de aquella época. Escandinavia, con su belleza, su orden, su humanidad y su profundidad, aparecía ante mí como el escenario perfecto de la civilización modélica.
Y también, en este viaje, buscábamos conocer sobre los vikingos que, por este nombre, son conocidos suecos, noruegos y daneses. Un pueblo que despierta cierta curiosidad tanto por su historia como por su cultura, leyendas y mitología. Poca ha sido su relación con la península Ibérica y, esa poca, lo fue en la Edad Media, cuando saqueaban nuestras costas en los siglos IX y X. La primera gran incursión vikinga en territorio peninsular ocurrió en el año 844, cuando una flota atacó las costas de Galicia, Lisboa y, finalmente, Sevilla, entonces bajo dominio del Califato de Córdoba. En las décadas siguientes se registraron nuevos ataques en Asturias, Galicia y Navarra, e incluso cruzaron el estrecho de Gibraltar para llegar hasta Murcia, Valencia y las Baleares. Pero estos contactos no fueron exclusivamente violentos ya que, aunque la relación fue breve, dejó un rastro de conflictos, intercambios y mutua influencia cultural que forma parte de la compleja red de contactos del mundo medieval.
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