La carta de El Estrecho, el bar de Marbella que atrajo a actores de Hollywood y folclóricas, se mantiene viva tras 70 años
En los escasos metros de la casa destinados al bar no cabían más de una decena de parroquianos de pie, de ahí viene el nombre muy apropiado del local
El conserje que creó en Marbella su fábrica de sueños

En el patio de la casa donde su abuelo Ildefonso construía carretas en la primera mitad del siglo pasado se levanta la barra del bar El Estrecho. En 1954 Isabel y Paco, sus padres, decidieron sacrificar unos metros cuadrados de su pequeña vivienda del casco antiguo de Marbella para ofrecer lo que mejor sabían hacer, sus viandas. En tiempos de una profunda depresión económica transformaron una parte de la casa en un bar, en busca de una salida a una situación desesperada.
—Mi madre decía que con una puerta a la calle, por poco que vendas algo tienes, comenta Ildefonso Guerrero. Heredó el nombre de su abuelo, y de sus padres la pasión por los fogones para mantener viva la carta de platos que ellos sirvieron.
—Yo llegué a este mundo con un bar bajo el brazo, dice el responsable del local que nació hace setenta años cuando de la cocina de Isabel empezaron a salir las primeras tapas.
Mi padre no hablaba otro idioma, pero entendía a todo el mundo como nadie. Es curioso, los viejos no llegaban a conocer una lengua extranjera pero lo comprendían todo. Él tenía una pandilla de ingleses y gibraltareños. Iban al camping a jugar partidos de fútbol, se sentían que representaban a España e Inglaterra, lo pasaban muy bien. A mi hermana le pusieron de nombre Elena porque una clienta inglesa que venía por aquí se llamaba Helen. Ella me regaló un coche teledirigido que se manejaba con un silbato.
En los escasos metros de la casa destinados al bar no cabían más de una decena de parroquianos de pie, de ahí viene el nombre muy apropiado del local. Funcionaba tan bien que el negocio se amplió al patio y se hizo una cocina un poco más grande. En 1957 en la Plaza de la Victoria, vecina al local, instalaron el mercado y eso le dio más vida a la zona. A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta el cobrador de impuestos del Ayuntamiento acostumbraba a montar su ocasional despacho en un rincón del bar. Allí se sentaba y se disponía a cobrar el sello, la contribución municipal, a los vecinos.
Su abuelo había sido carretero, un oficio artesanal desaparecido. Hacía diferentes tipos de carros por encargo y también construyó la casa. Su padre a los nueve años ya trabajaba en La Jaula, el bar que estaba en la Alameda, la antigua parada de autobuses Portillo.
—Mi recuerdo del bar es que siempre ha estado lleno de gente comiendo muy bien, mi madre guisaba de lujo. De ella he ido aprendiendo a cocinar, fue mi gran escuela y el éxito del local ha sido la buena cocina. Fue el primer bar de San Lázaro, luego se convirtió en una calle de bares.
Los famosos no llamaban la atención, lo veías como algo natural. Sean Connery podía venir y estar tranquilo porque nadie lo acosaba. Mi padre me decía atiende ahí y no molestes y siempre había ese respeto. Ana de Pombo era una habitual, venía una o dos veces a la semana porque a la vuelta tenía una boutique con unos dibujos enormes de Jean Cocteau.
El actor de Hollywood de los años veinte Mischa Auer —que actuó en más de un centenar de películas y partícipó en 1955 en La pícara molinera, que protagonizaron Carmen Sevilla y Francisco Rabal— era también cliente de El Estrecho.
—Lola Flores venía siempre por aquí, al igual que Lolita, Rosarillo y hasta Alba cuando era muy pequeña. Lola Flores le daba mucha vidilla al bar. Era muy generosa y siempre la liaba, pero cuando se iba la caja se había llenado. Era muy querida. Hasta entonces ibas a la discoteca de Pepe Moreno, te encontrabas a famosos y nadie los molestaba, aquella era una época bonita. Con la boda de Lolita todo cambió. Ese día yo no estaba aquí pero tenía el coche, un Seat cupé 850, aparcado en la Plaza de la Iglesia y cuando fui a recogerlo la policía se lo había llevado.
En el verano de 1983 Lolita tuvo que casarse con Guillermo Furiase en la sacristía de la iglesia de la Encarnación de Marbella con la única compañía del cura, los padrinos y los monaguillos. La entrada de la iglesia se vio colapsada por más de cinco mil personas que se dieron cita para presenciar el enlace. Lola Flores, superada por tal despropósito, zanjó la situación con una frase que hizo historia: si me queréis algo, irse.
Cuando quitaron el mercado de la Plaza de la Victoria se produjo otro cambio, el edificio se convirtió entonces en un teatro, una sala con mucha actividad cultural, que ha dado actores como Pepón Nieto y mucha vida al casco antiguo.
—La gente de Marbella siempre se ha mostrado muy receptiva con el visitante. Ellos tienen otras costumbres, nos decían los mayores sobre los extranjeros, a los que veían con curiosidad pero de una forma muy permisiva. El turismo ha sido muy importante para la cultura marbellera, aquí siempre hubo un saber, una forma de mirar muy cosmopolita.
Nuestro acierto ha sido conservar la misma cocina. Continuamos haciendo los platos con que empezaron mis padres: albóndigas, carne mechada, higaditos de pollo, frituras, malcocinao (callos). El libro de la cocina popular de Marbella de Carmen Mata recoge de manera fiel lo que aquí se cocinaba y que nosotros seguimos. El arroz con leche lo hacemos casero. Antes fue mi madre y la cocinera Marina Carmona y ahora es su hija, Reyes Cantarero, buenas cocineras las dos, a las que yo he insistido en hacerlo como lo hacíamos nosotros. Fuimos los primeros en preparar los huevos rellenos. A mi madre se lo enseñó una clienta inglesa. Entonces venían muchos llanitos del Campo de Gibraltar y había mucho intercambio. Ellos traían discos de rock, jazz, swing que aquí no había y en el bar se escuchaba esa música mientras se hacían los huevos rellenos. Los bares de Marbella de los años setenta estaban orientados a los de fuera, a los que siempre se ha recibido muy bien.
Ildefonso recuerda que había varios bares en la carretera, como Salduba, Sport, Mediterráneo, Madrid o Cantábrico. Y los cines El Rodeo, con salas de invierno y de verano, Lis, o Marbella Cinema —por donde está la joyería de Gómez y Molina— en el que todos los veranos echaban la película Jerónimo y olía a los calamares fritos que allí se vendían.
Míster Denis era un cliente canadiense encantador. Lucía el cabello blanco corto y unos bigotes que se habían vuelto negros a fuerza de absorber tanta tintura como para que la exposición al plomo y al mercurio le provocara el peor desenlace posible.
—Mi padre tenía muy buena relación con él, un día fue a su casa y pasó al baño, pero se equivocó de puerta y se extrañó al ver que en una habitación había montado una emisora de radio. Mister Denis tenía como pareja a una señora catalana, María Luisa, y vivía en la urbanización Casablanca. Tendría más de sesenta años cuando murió intoxicado por el tinte. El tema en su momento fue muy comentado entre los que le conocían. Supimos entonces que ese señor muy correcto, que se echaba tinte en los bigotes, era un espía.
—Veo muy bien y admiro la nueva cocina, pero yo prefiero la cocina tradicional. Reconozco que esa innovación puede ser espectacular en las texturas y sabores, el trabajo de investigación que hacen es importante. Voy a los restaurantes de Dani García y siempre aprendo algo. En un libro que hizo Dani con grandes jefes de cocina resaltaba la papa marengo con cazón que cocina Reyes Cantarero y apreciaba los platos de nuestro bar en general. Él también se basa mucho en la cocina tradicional.
Nosotros seguimos sirviendo la carne con tomate o los callos en una cazuela de barro. Mantenemos esa cocina, solo hemos agregado a la carta el chorizo al vino y el pimiento relleno. En el primer festival de la tapa que se hizo en Málaga a finales de los años noventa nos dieron el primer premio por los platos que llevamos, la ensaladilla, los callos con garbanzos o los caracoles, se distinguió a toda la cocina del bar. Hubo un tiempo en que la clínica de ayuno terapéutico Buchinger mandaba a sus pacientes aquí, al bar, a comer callos. Mantenemos a diario un plato de cuchara, pucheros de toda la vida, malcocinao o judías. Todo lo aprendí de mi madre, mientras estudiaba Turismo en Málaga. Venía a trabajar con ella y sabía hacer la carta completa.
En el verano de 1970, cuando se inauguró Puerto Banús hubo un movimiento de algunos locales del barrio. Se fue Menchu Escobar, la relaciones públicas de Marbella, o El Nido de Jaime de Mora, la apertura del puerto afectó al casco antiguo. Por la zona de La Fonda, donde ya existían los primeros pubs y tablaos como el de Ana María, varios de los locales cerraron y se fueron para allá.
—Creo que no se ha pensado en proteger más al comercio local. Ahora con tantos negocios de hostelería y la ocupación de la vía pública, toda calle que se reforma o se hace peatonal acaba en terrazas de los restaurantes. Las aceras de la calle Notario Oliver se han convertido en un comedor. La calle Lobatas es una de las pocas del casco antiguo en la que todavía vive gente del pueblo. Se ha producido una gentrificación y una pérdida de identidad. Ahora el pueblo tiene el sonido de las ruedas de las maletas. No digo que todo lo pasado fuera mejor pero se perdió el espíritu del barrio. De los comercios antiguos quedan cuatro tiendas. La frutería que está aquí cerca, sus dueños se van a jubilar y se acabó. Cada vez vive menos gente en el centro como pasó en los años ochenta, entonces era porque se podían comprar un chalé o un adosado en alguna urbanización. Hoy esas casas le quedan enormes y querrían volver.
Todos los días en la puerta me dejan tarjetas de personas interesadas en hacerse con el bar pero a mí no me interesa. Esto lo he vivido desde chico y mis hijos conocen el funcionamiento del negocio, Andrea es profesora de piano y Martín profesor de idiomas, pero al igual que en mi caso ellos también venían los veranos y en Semana Santa a trabajar en el bar y lo quieren. Ya vamos por la tercera generación. Yo he trabajado en la recepción del hotel Biblos de Mijas y en El Fuerte durante dos años. Y decidí seguir aquí, entendí que este era un negocio del que se podía vivir. Para llevarlo cuento con la gente adecuada, Reyes en la cocina y Jonatan Mérida, el jefe de sala, que saben hacer muy bien su trabajo. De este bar viven ocho familias, tengo ocho empleados que trabajan aquí todo el año.
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