De cuatro viajes en cayuco a regentar un bar en Marbella: la historia de Moussa Niang

"Cuando voy por una cosa, voy con fe de que voy a conseguirlo", defiende el senegalés

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Moussa Niang posa frente a la barra de su bar en Marbella, Taberna Tarifa.
Moussa Niang posa frente a la barra de su bar en Marbella, Taberna Tarifa. / Mar Bassa

Hay historias que parecen de película y, de hecho, el protagonista lo sabe. La de Moussa Niang es "muy complicada": "Pueden pensar que estoy dando pena, pero no, es verídico, no es una película". Él ya avisa desde el principio, y razón no le falta. Nacido en Senegal en 1987, siempre ha mirado al horizonte en busca de un futuro mejor. En 2006, con 19 años, decidió que era hora de ir hacia aquel horizonte en un cayuco "como todos los africanos hacen". "Lo he hecho cuatro veces intentando entrar en Europa", admite. Hoy es dueño de un bar en Marbella, Taberna Tarifa. Habla con un acento malagueño que sorprende a quien no lo conoce, y lo hace mientras luce con orgullo una camiseta del Betis y una pulsera con la bandera de su país.

El mar, para él, fue insistencia y castigo, ambas al mismo tiempo. Cada vez que llegaba a Tenerife le deportaban de nuevo a su país natal. Así hasta cuatro veces entre 2006 y 2008 -dos de ellas en 2007-. Una juventud aferrada a un sueño, conseguir entrar a Europa. "Tenía curiosidad de saber lo que era Europa, siempre me ha gustado", admite. Moussa Niang no huía de ningún conflicto, ni del hambre. Vio a amigos venir del viejo continente con un coche nuevo, "como las películas". Y así tomó la decisión de abrirse su propio camino.

Entre viaje y viaje, ha presenciado muchos cuerpos perdidos en el océano. "He visto gente muerta, hemos pasando días y días en el mar solos, no sabemos dónde vamos ni cómo llegamos", cuenta. Y sin embargo, no le prestó atención: "Pensaba que era mi momento, tenía ganas. No me afectaba ver a gente muerta porque tenía mi objetivo". Confiesa que, al ser joven y con una meta tan marcada, no sentía "tanto lo malo como lo bueno". Hoy reconoce que si tiene que pasar por lo mismo, tendría que "contratar a un psicólogo".

Cuatro veces volvió a su país. Tiró la toalla. Abrió una pequeña tienda de ropa en Senegal, convencido de quedarse, con resignación, triste de no poder cumplir su sueño. Había montado su negocio, tenía moto, coche, apartamento propio: "Mi situación no estaba tan mal, yo vivía bien". Pero el destino estaba escrito para él. Meses después, apareció aquel hombre que le cambió la vida. Entró en su local y lo reconoció. Recuerda sus palabras: "Tú estabas en el Centro de inmigrantes Las Raíces en Tenerife". Habían coincidido unos meses atrás cuando aquel hombre visitó el centro. Le ofreció ayuda para llegar a la isla y, aunque no muy convencido, aceptó.

Así llegó a España por quinta vez, pero esta fue distinta, ya que lo hizo en avión, en 2009, con un visado de un año. Tenerife primero, aunque no le convenció para vivir allí, y llegó a Marbella después gracias a un amigo que tenía en la ciudad. "Desde que estoy en Marbella, me siento bien, me siento muy valorado", admite. Empezó como tantos: dos años como vendedor ambulante. Luego, trabajos de noche, pubs, discotecas, portero, relaciones públicas. Nada estable. Hasta que nació su hija en 2015: "Estaba intentando crear una familia, así que necesitaba un trabajo estable".

El destino le tenía preparado un camino que jamás habría imaginado. "En mi país nunca he cocinado, nunca he movido ni un palo ni una cuchara", dice con una sonrisa tímida. Pero un amigo lo metió en una cocina. Fregar, limpiar, picar: "Aprendí a cortar cebolla, montar ensaladas, hacer hamburguesas, lo típico y lo más fácil". Después se apuntó a un curso de cocina. Allí descubrió su talento y su pasión. Meses de formación, luego prácticas y mucha constancia. "Todo lo que hago lo hago con corazón, no lo hago obligado".

Creció sin detenerse y pasó por varios establecimientos, inquieto, aprendiendo de cada lugar. Llegó al restaurante del Real Club de Golf Las Brisas, donde se convirtió en el subjefe. Nunca quiso quedarse quieto. La palabra "estancado" la tiene prohibida. Podría haber seguido así, cocinando para otros. Incluso le habían dado la oportunidad de trabajar en Suiza una temporada. Pero un taxi y un cartel cambiaron su rumbo. "Vi un local que se traspasaba y paré el taxi, le dije al dueño que me interesaba", comenta. Al día siguiente hablaron y firmaron el traspaso. Renunció al contrato en Suiza y abrió su propio bar en Marbella.

Moussa Niang, detrás de la barra como cocinero con la camiseta del Betis.
Moussa Niang, detrás de la barra como cocinero con la camiseta del Betis. / Mar Bassa

Hoy, casi tres años después, ese pequeño local sin horno y con tres fuegos, "una cocina de juguetes", como bromea él, es un lugar donde la gente entra como en casa. No busca estrellas Michelin. Lo suyo es otra cosa: "Que la gente que venga aquí, a comer, coma bien, se sienta como su casa. Me gusta la comida tradicional, la comida de la abuela". A las 12:30, nada más abrir, ya llegan los primeros clientes. En el barrio lo saludan todos. Él devuelve cada gesto con humildad y una sonrisa que alegra incluso cuando el día empieza torcido.

No presume de técnica, aunque podría. Tampoco sabe cocinar platos de su país, aunque algunos días opta por ofrecer "african food". Prefiere los platos españoles: "La cocina mediterránea me encanta". Y enumera la lista de sus platos estrella: lentejas, callos, paellas, boquerones en vinagre, salmorejo. "Lo hago con mi toque, no lo hago tan original como aquí, porque yo tengo mis formas". Eso sí, si tuviera que elegir un plato, ese es el gazpachuelo: "El gazpachuelo me sale de puta madre, y lo digo porque es verdad".

En la taberna no está solo. Cuatro personas trabajan en el local, contándolo a él. Uno de ellos es su hermano -tiene otro que trabaja por su cuenta- y su otro pilar, el más firme, su mujer. "Si he llegado hasta aquí es gracias a ella. Me apoya en todo y a veces me frena, como todas las mujeres, es la que me guía", afirma sonriendo. Él, musulmán practicante; ella, atea. Llevan juntos 13 años: "Todo se habla, se respeta". En su voz, la convivencia es aprendizaje, no conflicto. "Tienes que adaptarte donde vives, pero eso no significa perder tus raíces, adaptarte respetando lo tuyo", defiende.

Y en su restaurante, pequeño pero lleno de la vida de un barrio volcado, ha encontrado su lugar: "Estoy en el mejor barrio de Marbella, la mayoría me adoran, me apoyan al 100%". No presume de éxito. Al contrario, lo agradece: "A veces me siento y digo: '¿Cómo lo estamos consiguiendo?'". Y la respuesta, quizá sin que él la diga, está en su trabajo y en un corazón que nunca se cansa de pelear por lo que quiere: "Yo soy así: cuando voy por una cosa, voy con fe de que voy a conseguirlo".

El senegalés quiere seguir creciendo. "No tengo ganas de parar", insiste. Su historia es un camino que continúa. De sus comienzos, algo tormentosos, ha aprendido una lección: "Siempre estoy dispuesto a caer y volver a levantarme". Lleva por bandera la resiliencia, que es lo que él ha hecho cada día desde aquellos días en mitad del mar sin saber qué iba a ser de su vida. Pero todo eso ya quedó atrás: "Aquí estamos, y seguimos para adelante". Su historia, repite, no es una película dramática. Pero, a veces, las películas solo intentan parecerse a vidas como la suya.

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