Luis Fonseca, el guitarrista marbellí que compartió escenario con Paco de Lucía y estuvo 'secuestrado' en Beirut

Pasó del tablao a ser profesor del Conservatorio; participó en un videoclip con Bryan Adams, acompañó a Camarón, Lola Flores, Pansequito o Chiquetete

Luis Fonseca en una playa de Marbella. / Archivo personal

Paco de Lucía cogió un tapón de corcho, lo quemó y se lo frotó por la cabeza. Lo hacía para evitar que las luces del rodaje se ensañaran con el brillo de su incipiente calva.

–Estuve junto con Paco todo el tiempo, las 24 horas que duró la grabación del videoclip Have You Ever Really Loved a Woman?. Estaban también la bailaora Solera de Jerez; el palmero Antonio Heredia, El Yaya de Málaga, y todos los del tablao de Ana María, de Marbella, recuerda el guitarrista Luis Fonseca.

Paco de Lucía le imprimió matices flamencos a la balada que Bryan Adams compuso con Michael Kamen y Robert John Mutt Lang. Adams le puso voz a la canción de la película Don Juan DeMarco, que produjo Francis Ford Coppola y protagonizaron Johnny Depp, Marlon Brando y Faye Dunaway. La canción alcanzó el número uno en las listas de Estados Unidos durante cinco semanas y fue nominada al Óscar, a la Mejor Banda Sonora.

–Paco me dio el corcho quemado y me dijo: "Quédate por aquí, pásamelo a mí que luego te lo paso a ti". En la taberna todos salíamos con un antifaz, pero él no se lo quería poner. Adams cantaba con una máscara de dominó negra y un traje blanco. Se dirigía a un bar, donde todos los clientes llevaban un antifaz parecido, yo salgo tocando la guitarra y se la doy a Bryan Adams. Era un tipo muy sencillo. El videoclip se grabó en una casa vieja de la Colonia de El Ángel, en Marbella, en 1995. (Hace tres años se rodó en Vigo una reedición del videoclip, que superó los mil millones de visualizaciones en YouTube).

En La Atunara, en La Línea de la Concepción (Cádiz), había mucho flamenco, fue un barrio muy castigado por la heroína. En el bloque donde vivía se oía flamenco y copla, desde que me despertaba. El flamenco estaba en la calle, en los amigos, por todos lados.

Con Paco de Lucía. / Archivo personal

Siendo un niño, abrí con un cuchillo el estuche donde mi hermano guardaba la guitarra. Creo que el flamenco me ayudó a hacerlo. Cuando tuve entre mis brazos aquella madera con forma de mujer, el flamenco y yo hicimos el pacto de no separarnos nunca.

A los diez años, mi hermano me apuntó a una escuela de guitarra. Tenía que coger dos autobuses para ir a las clases de don Andrés Muñoz Navarro. Enseñaba en La Línea y trabajaba de barbero en Gibraltar, no podía vivir de la guitarra. Los profesores se ganaban la vida de barbero, practicante o calero. Su sistema era tan rudimentario como efectivo. Con las partituras de cifrados, copiadas con papel de calco, me enseñó a tocar guitarra clásica.

Mi familia no pertenecía a ninguna saga flamenca. A mi padre, un escritor autodidacta que trabajaba de pastelero en Gibraltar, no le gustaba el flamenco. Él escribía; sus poesías aparecían en cualquier cajón de la casa, a veces escritas en un sobre de Sevillana de electricidad. Escribió obras de teatro y publicó en la revista Litoral. Me llevó a una escuela de guitarra flamenca que estaba en una antigua cuadra de caballos, donde nos juntábamos más de veinte niños. Mi padre me presentó al maestro Juan Mesa, después de que en el periódico de La Línea saliera mi actuación en el hogar del pensionista, donde toqué El emigrante.

Después de aprender los palos principales del flamenco, con once años, junto a unos amigos que cantaban, formamos un grupo popular de flamenco, Los de la barca. Concursamos en Gente Joven, un programa de TVE. Pasamos la ronda preliminar; aunque no llegamos a la final, para mí fue una aventura.

Acompañando a Camarón. / Archivo personal

El día que tuve la oportunidad de ver a Paco de Lucía me temblaron las piernas. No podía con la emoción de conocer a quien hasta entonces solo había visto en foto en los escaparates de la tienda de discos de La Línea. Estaba en todo su apogeo y era mi ídolo. Al acabar el concierto en los Festivales de España, que se hacía en Marbella, mi cuñado, el periodista Jose Luis Yagüe, me llevó a su camerino, yo tendría unos doce años. Me animó a que siguiera con la guitarra, me aconsejó que, por encima de todo, tocara para mí y que siempre fuese el primero en disfrutar de la música, sin complejos. Fuimos muy amigos. La última vez que vi a Paco, fue poco antes de su muerte, estuvimos cenando, después de que diera un concierto en Marbella. Lo vi un poco cansado y me extrañó que me preguntara: "¿Cómo me viste?".

A finales de los años setenta, Marbella vivía el esplendor turístico. Con catorce años me vi actuando en el tablao de Ana María, con las bailaoras Ana Parrilla de Jerez; Carmen Soler, familia de Farruco; El Pijote, hermano de Camarón, un montón de gente que para mí eran enciclopedias con patas. Camarón, que iba mucho al tablao a ver a su hermano, en una ocasión que se presentaba en la Pagoda Gitana, su guitarrista a último momento no pudo actuar.

–Que salga el chico, me dijo. Con 16 años, esa noche toqué por primera vez con Camarón.

Por el tablao de Ana María pasaron la princesa Margarita de Inglaterra, Alain Delon, los miembros del grupo Ricchi e Poveri, Camilo José Cela, Antonio Banderas y Melanie Griffith. En una ocasión empecé con un solo de guitarra, la gente aún estaba entrando y había mucho barullo. Sean Connery, que estaba en la sala, se puso de pie y mandó a callar a la gente. El jugador de baloncesto Fernando Martín estuvo en el tablao la noche antes de morir en un accidente de tráfico. Esa noche Ana María se subió a un taburete para bailar con él.

Había un cliente árabe, Salem, que era un asiduo. Se conocía todo el repertorio del tablao y de pronto gritaba: ¡Ole mi niña!. Solía dejarnos propina. Una vez estuvimos actuando en el restaurante Toni Dalli; éramos un grupo de siete u ocho. Los árabes comenzaron a sacar fajos de dinero, les quitaban la banda que traían de los bancos, y los lanzaban al aire. Nos dieron 300.000 pesetas a cada uno.

Con Mel Williams grabó en Bruselas. / Archivo personal

Un grupo de argentinos, que vino al espectáculo y vio el tablao lleno, nos contrató para que fuéramos a actuar tres meses en Punta del Este (Uruguay). Ana María, que era muy divertida y simpática, no consiguió conectar con ese público. La cultura de cada país es diferente, los chistes y las gracias de aquí, allí no se entendían. El baile flamenco funcionaba, pero nos volvimos antes.

Un fin de año que cayó en fin de semana y que había que trabajar en el tablao, alguien planteó que, por ser fiestas, debíamos cobrar más. Otros años lo habíamos hecho sin decir nada, pero esa vez nos plantamos. Yo era el más pequeño y me tocó a mí trasladar el reclamo. A Ana María le sorprendió, aunque después accedió a nuestro pedido y prometió darnos una gratificación, un detalle. Todos quedamos conformes y, cuando acabamos la actuación de Nochevieja, nos dio la paga semanal, sin más.

–¿Y el detalle?, se quejó un compañero.

—Ah, me olvidaba, dijo Ana María. Y se fue, para volver con una bolsa de Cortefiel y repartirnos un par de calcetines a cada uno.

Mucho tiempo después comprendí que había que ser una mujer muy valiente para moverse en un mundo de hombres y más como el flamenco, con mucho machismo. Una vez que se produjo una revuelta, nos dijo: Si queréis, os vais todos, que con una pandereta y un bombo la gente viene igual. Y llevaba razón porque la gente iba al tablao a verla a ella.

Lola Flores vino a actuar en Marbella y le faltaba el guitarrista, le pidió a Ana María que esa noche, en lugar de que yo actuara en el tablao, me dejara que la acompañara. Era la primera vez que actuaba con Lola, una mujer muy protectora, me trató con mucho cariño y cuando me marchaba me pidió un taxi.

Una noche vinieron a buscarme Manolita Cano y Pepe, su marido, en un Mercedes Benz, que habían traído de Alemania. La dueña del tablao flamenco Fiesta me ofreció el doble de lo que yo ganaba en Ana María para ir a trabajar con ellos. El escenario de la sala era impresionante, ahí me encontré con el flamenco más serio.

Allí viví y aprendí la magia del flamenco, que conjuga el compás, el cante y el baile. No hay una fórmula para la guitarra y el cante. Cuando se encuentran los tres elementos, toque, cante y baile, se produce un diálogo espontáneo sobre una increíble y poderosa base rítmica. He acompañado al cante a Camarón, Pansequito, Chiquetete o Juan Villar; al baile a la Solera de Jerez, Ana Parrilla, Manolita Cano y Carmen Soler; y a la guitarra a Diego y Manuel Montoya, Enrique Cortés, José de Campillos, Antonio Morilla, Rafael de Utrera o Diego del Gastor. Cuando Manolita tocaba La bamba con castañuelas, salía de sombrero rojo y vestido blanco ceñido. Se tiraba al suelo, para seguirla con la guitarra, acababa con los dedos con sangre.

Con Ana María en Punta del Este. / Archivo personal

En ese tiempo me encontré con Enrique Melchor, Bambino o Soleá de Jerez. Tuve la suerte de conocer al Beni de Cádiz, Picoco o Chiquito de la Calzada.

Entonces, Chiquito se había comprado un Renault 5 y no quería que nadie fumara en el coche, porque no tenía cenicero en los asientos traseros. Una noche nos dijo: "Vamos al bingo". En lugar de jugar un cartón, se llevó del local un cenicero de vidrio y lo puso en el coche. Una vez hicimos un viaje a una bodega de Montilla (Córdoba), por el camino sacaba la cabeza por la ventanilla y se metía con los camioneros. Cuando llegamos, la bodega estaba cerrada. Bajó, se quitó los zapatos para aporrear con los tacones en la puerta, mientras gritaba: ¡Abrid, cobardes! Hasta que una vecina se asomó y nos dijo que eso llevaba años cerrado. Nos habíamos equivocado de bodega.

Unos empresarios libaneses le propusieron a Manolita viajar con el cuadro flamenco del tablao a Beirut. El Líbano se encontraba en guerra y preveían que en Navidad habría una tregua, que permitiría la celebración del espectáculo en Joünié, una ciudad turística costera, donde había gente con dinero.

Cuando estábamos llegando a Beirut, Manolita quería que bajáramos las escaleras del avión cantando Que viva España. Era de noche, estábamos cansados; cuando se viaja en avión, se aflojan las cuerdas de las guitarras y tuve que afinarlas. Nos disponíamos a bajar cuando sonó un zambombazo, estaban lanzando bombas desde la montaña. La escalerilla se encontraba rodeada por soldados con metralletas, que nos empujaban de un lado a otro. Nos dejaron unos apartamentos para alojarnos, pudimos visitar la sala donde iba a tener lugar el espectáculo y probamos el equipo de música. Fue la única vez que toqué. No hubo tregua. Pasamos veinte días encerrados en los apartamentos, no actuamos ninguna noche. Manolita, después de hablar con los empresarios, salió llorando, con su marido del brazo. Nos contó que uno de los promotores del viaje le dijo que no nos dejaría salir hasta que recuperara su dinero. Estábamos secuestrados. Pepe se puso en contacto con la embajada española y dos furgonetas con los cristales tintados nos sacaron de allí, escondidos, por la cocina. Camino del aeropuerto nos encontramos con una manifestación que nos retuvo una hora hasta llegar al avión en el que viajamos nosotros solos. Pepe y Manolita lo pasaron muy mal.

Los de la Barca, en Puerto Banús. / Archivo personal

En un momento me planteé, mi familia o la noche. Alternaba el tablao con las clases en la Universidad Popular, pero el sueldo no era suficiente para abandonar la noche. Para dar clases en el Ayuntamiento necesitaba una titulación. Durante cuatro o cinco años salía del tablao por las mañanas y, sin dormir, iba a estudiar a Málaga, conseguí el título de profesor de guitarra clásica. Llevo 22 años enseñando en el Conservatorio de Música de Marbella.

Actué con Felipe Campuzano, más de un año, por todas las capitales de Andalucía con el espectáculo Raza. He dirigido los coros de la hermandad del Rocío de Marbella y de Sierra Blanca. Participo en el grupo poético Talía, con recitales de Lorca, Miguel Hernández y teatro. No olvido el flamenco. Conocí a gente que había sufrido mucho, que arrastraban historias de penurias y miserias, que cuando cantaban, lo hacían con el dolor. El flamenco nació en la desesperación y la frustración de los necesitados. Cuando salgo del aula y apago la luz, tengo la sensación de que el flamenco sigue ahí, sentado, a oscuras, y que se queda mirándome con nostalgia.

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