Crowe farolea

De los actores convertidos en directores solo recuerdo dos casos -Chaplin, Keaton y Welles aparte- en los que se lograran resultados excepcionales: la obra maestra La noche del cazador, única película que dirigió Charles Laughton, y la asombrosa trayectoria de Clint Eastwood. Russell Crowe no figura en esta escueta nómina, como ya demostró en la correcta El maestro del agua, su debut como director. Pese a la libertad que le da ser el responsable absoluto de la película como productor, coguionista, director e intérprete solo logra un resultado discretamente aceptable.

Las películas sobre jugadores tienen excelentes precedentes en Ciudad en sombras de Dieterle, El rey del juego de Jewison, Rounders de Dahl, Lucky You de Hanson o la reciente e interesantemente rara El jugador de cartas de Schrader. Tampoco figura esta película de Crowe entre ellas.

Una partida de póquer convocada por un millonario reúne en su mansión a viejos camaradas con la promesa de grandes ganancias. Pero la convocatoria es una excusa que oculta muchas cosas, demasiadas, que les obligarán a hacer más cosas, también demasiadas, que jugar sucediéndose venganzas, confesiones de pasados turbios, desesperaciones suicidas, chantajes, enfermedades terminales, traspaso de los límites, una mijita de filosofía de autoayuda... El guión no hila bien la dispersión de la trama. La realización de Crowe oscila entre lo académico y lo enfático. Su interpretación es buena, porque es un gran actor, y los compañeros de reparto también hacen buenos trabajos. Pero todos se balancean sobre la inestable cuerda de un guión confuso y mal hilado.