Adiós al novio de la chica de la Cruz Roja

obituario Desaparece una leyenda viva del cine español que los más jóvenes conocieron en 'Torrente' o 'Cuéntame'

Tony Leblanc, grandísimo actor que contagiaba alegría, fallece a los 90 años en su casa de Madrid tras un fallo cardíaco

Tony Leblanc en una imagen de archivo junto a Conchita Velasco.
Tony Leblanc en una imagen de archivo junto a Conchita Velasco.
Carlos Colón / Sevilla

25 de noviembre 2012 - 05:00

Hijo de un conserje del Prado, ascensorista, bailarín de claqué, boy de Celia Gámez, boxeador, futbolista, extra de cine, letrista de pasodobles, actor teatral de comedia y revista, showman televisivo y estrella de cine en más de 150 películas… Ya no existen biografías así. Por eso tampoco existen actores así, entrenados por la vida y formados pateándose escenarios buenos, regulares y malos por pueblos y ciudades de toda España. Rodando películas mejores y peores en las que él y sus compañeros de reparto invariablemente estaban bien: los actores eran el Séptimo de Caballería que siempre salvaba las películas españolas.

Sobre Ignacio Fernández Sánchez, conocido como Tony Leblanc, fallecido ayer en Madrid a los 90 años, lo leerán, verán y oirán todo estos días -espero: se lo merece-. Yo quiero evocar aquí al actor que representó un respiro, una risa o una sonrisa, un sueño de felicidad y de bienestar, una cierta modernidad teñida de casticismo, en los años en que España pasaba de las hambrunas de los 40 al desarrollismo de los 60. Al actor que trabajó a las órdenes de directores que se tardó demasiado tiempo en apreciar y respetar -los Palacios, Lazaga, Salvia, Forqué- en películas como Historias de la radio, Manolo guardia urbano, El tigre de Chamberí, Muchachas de azul, Los tramposos, El día de los enamorados, Las chicas de la Cruz Roja, Amor bajo cero, Tres de la Cruz Roja o Historias de la televisión, todas rodadas entre 1955 y 1964, es decir, entre el ingreso de España en la ONU y el Primer Plan de Desarrollo: el fin de la autarquía.

Eran películas que sonaban a Algueró; presentaban un Madrid moderno simbolizado por el Edificio España, terminado en 1953, y la Torre de Madrid, construida entre 1954 y 1960; hacían propaganda de las Vespas y los Seat 1400 que empezaron a circular en 1953, y de los 600 y los Seat 1500 que lo hicieron en 1957 y 1963. Películas que reflejaban algo que desde luego no era real, pero tampoco del todo mentira: una aspiración. Las cosas estaban cambiando a mejor, pero poco a poco. La dictadura intentaba hacerse invisible cara a sus nuevos aliados y a los turistas, pero seguía siéndolo. Todo avanzaba sin moverse.

Tony Leblanc representó casi siempre a un tipo castizo que perpetuaba una España de picaresca entre los coches de brillante carrocería o los recién estrenados rascacielos, novio celoso y anticuado de chicas modernas que lucían cascos capilares endurecidos por la laca, guantes hasta la muñeca y faldas rígidas hasta la rodilla. Chicas que trabajaban -eso sí: sólo de azafatas o dependientas-, querían su minúscula independencia y tenían las caras de Analía Gadé, Licia Calderón, Vicky Lagos, Mabel Karr, Katia Loritz y sobre todo Conchita Velasco.

Esas películas, pulcramente rodadas y siempre maravillosamente interpretadas, alegraron muchas tardes, ayudaron a avanzar a fuerza de ahorros y horas extra hacia las pequeñas felicidades del picú, la lavadora, el frigidaire, el seita, la tele, el pisito minúsculo pero soleado y con cuarto de baño. Muchos honores y premios recibió a lo largo de su vida Tony Leblanc, aunque menos de los que mereció: la comedia no está bien vista. Pero el mejor se lo otorgó el público que le fue fiel durante setenta años gracias a estas películas. No olvidándolo ni siquiera durante su largo retiro entre 1975 y 1997.

Hoy varias generaciones sienten su muerte como cosa propia. Unos como la de esos amigos de las tertulias que se van apagando ausencia tras ausencia. Otros como esa leyenda viva del cine español que conocieron en los Torrente o en Cuéntame. ¡Ah!, y por si no ha quedado claro era un grandísimo actor. Pero no sólo se le quería por eso -hay grandes actores que son admirados pero no queridos-, sino por la alegría que contagió.

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