Conciencia del límite y resonancia certera
Crítica de Teatro
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Teatro Cervantes. Fecha: 17 de diciembre. Producción: Kamikaze y Compañía Nacional de Teatro Clásico. Texto: William Shakespeare. Versión y dirección: Miguel del Arco. Reparto: Israel Elejalde, Ángela Cremonte, Cristóbal Suárez, José Luis Martínez, Daniel Freire, Jorge Kent y Ana Wagener. Entrada: Unas 700 personas (tres cuartas partes del aforo).
Confiar un Hamlet a Miguel del Arco a cuenta del 400 aniversario de la muerte de Shakespeare parece una jugada obvia, pero en realidad había mucha carne que poner en el asador. Para empezar, el director únicamente había tenido hasta ahora un acercamiento un tanto tangencial a Shakespeare con la adaptación escénica del poema épico La violación de Lucrecia que protagonizó Nuria Espert; pero habría que admitir que el envite más shakespeareano de Del Arco hasta el momento había venido, tal vez, de la mano de John Steinbeck y De ratones y hombres. Por otra parte, claro, Hamlet es Hamlet, una obra irrepresentable en la medida en que lo que contiene es mayor que el teatro y que el propio espíritu humano. No cabe en ningún sitio que pueda ser acotado, delimitado o interpretado por inteligencias terrestres. Por esto, de entrada, lo mejor del montaje representado el pasado sábado en el Cervantes es su conciencia del límite: Miguel del Arco sabe que no hay lenguaje capaz de decir lo que quiere decir Hamlet y lo deja hablar un tanto a su suerte, subrayando más las resonancias imprevisibles, aquí certeras y bien calibradas, que el peso ya de por sí abrumador (pero necesariamente ineficaz) de las palabras. No hay intención alguna de aligerar nada: todo se sirve en crudo con la valentía precisa. Pero se invita escuchar más hacia dentro que hacia fuera, con un proverbial sentido de la dirección escénica que disuelve la frontera del proscenio sin necesidad de derribar la cuarta pared (con decisiones geniales como la actuación de los cómicos servida en una suerte de espejo). Y sí, la resonancia significa, rotunda y poderosa. No se puede hacer mucho más con Hamlet.
Es curioso, pero si en Misántropo eché de menos oxígeno y gracia, un mayor sentido del juego en lugar de tanto arte dramático, Miguel del Arco logra aquí un mejor equilibrio justo en esa dirección. Hay multitud de guiños, inflexiones, cables lanzados al espectador, réplicas contrarias a la pose que no sólo no erosionan la intención del texto sino que, más aún, la cristalizan, matizan y mesuran. Si en Misántropo la ambientación acaparaba demasiado terreno, aquí no ocupa más del que le corresponde para que quien observa pueda echar mano gustosamente de su imaginación. Sí hay igual fortuna en el espléndido reparto: Israel Elejalde compone a unpríncipe creíble siempre en su descenso a la locura, entero y sin fisuras, y Ángela Cremonte construye una Ofelia conmovedora, pero el mayor magisterio corresponde a un Daniel Freire soberbio como Claudio. Qué gran teatro para ser.
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