Dame veneno que quiero pintar

Dos exposiciones en Javier Marín José María Valverde diluye los límites entre persona y personaje en 'Huile de poison' Cristina Lama: hallazgo y reinvención del mundo en 'Alrededores'

'Huile de poison', la exposición de José Luis Valverde en la Galería Javier Marín.
'Huile de poison', la exposición de José Luis Valverde en la Galería Javier Marín.
Isabel Guerrero

13 de marzo 2016 - 05:00

EL cine tiene, sobre todo, la virtud de un veneno inofensivo y directo, una inyección subcutánea de morfina". María Velasco González recogió estas palabras de Artaud en Cine drogado, espídico ensayo centrado en títulos tan ebriamente poéticos como El hombre del brazo de oro (1955) -la historia del batería yonqui que protagonizó Frank Sinatra y dirigió Otto Preminger-, entre otros. El óleo como materia venenosa, por un lado, y la representación de lo que podrían ser fragmentos de vida cinematográfica, por otro, son elementos con los que ha trabajado José Luis Valverde (Málaga, 1987) en su debut expositivo. Una muestra distribuida en dos espacios que forma parte del mismo proyecto, Huile de poison (Aceite de veneno), que en la Facultad de Bellas Artes (Plaza de El Ejido, s/n) ha estado en cartel hasta esta semana, mientras que en la Galería JM -el espacio de Columna JM en Duquesa de Parcent,12, concretamente- permanecerá casi un mes más, puesto que su clausura tendrá lugar el 2 de abril. Carlos Miranda ha ejercido el comisariado en ambos espacios, dentro de un proyecto rotundamente pictórico en cuanto a la disciplina y su ejecución, donde se han ido alternando obras de formato considerable con piezas más pequeñas, bifurcadas en dos niveles: Huile de poison. Adornos y Huile de poison. En el salón. Niveles que de alguna manera se complementan, pues los objetos de la exposición de Bellas Artes forman parte de un lugar que puede ser precisamente la estancia a la que hace referencia la muestra Columna JM; existe, pues, un esqueleto argumental para insertar los subtítulos soñados por la persona que mira, según las obsesiones de quien se preocupa en admirar unas obras cuya oscuridad va decreciendo cuando tiene lugar el encuentro en la segunda fase de Duquesa de Parcent. Que en realidad no es una segunda parte de la película: más bien la excusa para seguir el metraje.

Envueltos en celosías imaginarias, sus floreros (Florero IV, Florero V, 2016) encarnan ese afán por el ocultamiento de la persona cuando deviene personaje, y la posibilidad del desenmascaramiento a través del detalle, como en una narración de Dorothy Parker cuando se pone especialmente implacable. Detalles que adquieren una funcionalidad casi letal, en un escenario -el de la vida- que supura veneno, a veces. Pero hagamos caso a Paracelso: es la dosis la que señala la diferencia entre lo que es o no venenoso. Y el veneno puede llegar a ser reparador, o embriagador incluso. He aquí, así, a un creador que se zambulle en la capacidad perturbadora de lo oleoso; peleándose en su estudio con pigmentos fugitivos que parecen escaparse del lienzo, bien chorreando o bien en relieves detectados a la vista de perfil. Por no hablar de esos detalles insertados en seres velados y fugaces (ese zarcillo de Sin título, 2014), reliquias acaso domésticas, discretos símbolos, insistentes, casi mortuorios (Reliquia III, o Reliquia IV, 2015), que dotan de un plus de misterio a esas historias intuidas.

PASEN AL SALÓN

El lado oscuro en las obras de Valverde, esta ausencia intencionada de luz que tan buenos resultados estéticos da, experimenta una delicada modificación en Columna JM. Gana en frialdad -en este sentido, la iluminación casi quirúrgica de la sala ayuda-, si bien con la paradoja del asomo de calidez por la gracia de esas pinceladas coloristas en los dos grandes lienzos que allí están colgados, Sofá (2016) y Sofá II (2016). Lo que viene a ser un fragmento de tapiz, el vestido de un mobiliario portador de secretos y mentiras, vidas cruzadas y atravesadas, constituye una invitación al salón: el aposento público por excelencia de una casa. Asoma en Platos (2015) un recuerdo lejano de los bebedores de absenta, tan alejado de la memoria que atrás se queda después de la ingesta de un líquido pelín peligrosillo. El veneno, otra vez, regresa para decir que su efecto deja rastros, como el rostro de un Retrato (2015) en el que Valverde nos pone frente a frente del gesto, severamente empapado de melancolía en otro retrato, el de Sin título (2016), situado junto a la representación de lo que podría ser el brazo de un sofá o -de nuevo-, una cara velada. La pista (2016) y Confesión (2015) responden, igualmente, a dos parejas de lienzos discretos, oscuros, que ofrecen distintos ángulos de un mismo acontecimiento relacionado con un asunto pendiente de resolver. Barriendo someramente con la mirada la sala, ésta se posa en un tríptico -Máscaras (2016)-, que igual podría formar parte de la serie de reliquias dispersas en la sala de Bellas Artes; las formas clásicas, definitivamente tapadas en una de las piezas, nos hacen volver de nuevo sobre la cuestión del ocultamiento. Ese enmascaramiento, que no cesa.

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