Escritores y políticos alaban la talla literaria de Muñoz Rojas
El presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, calificó ayer de "irreparable" la pérdida del poeta antequerano durante su viaje oficial en Marruecos
Además de todas las reacciones de pesar, buena parte de las conversaciones mantenidas ayer entre quienes conocieron a José Antonio Muñoz Rojas se dedicaron a dilucidar si el antequerano había gozado de suficiente reconocimiento en vida. Y aunque lo del reconocimiento habría que tomarlo con alfileres, resulta evidente que no. El Premio Nacional de 1998 y el Premio Reina Sofía de 2002 certificaron tardíamente lo que ya se sabía: que Muñoz Rojas era un excelente poeta. Pero su nombre apenas ha aparecido en los cánones, panteones e influencias del despiadado siglo XX, entregados casi por costumbre a otros poetas contra los que, en términos de calidad, el que aquí nos ocupa resistiría (y más) toda comparación posible. Lo que resulta paradójico es que, mientras no pocos poetas jóvenes citan a T. S. Eliot como una iluminación decisiva en su trayectoria, muchos de ellos desconocen que sin el trabajo de José Antonio Muñoz Rojas hoy resultaría mucho más difícil hacerse en España con una edición digna de La tierra baldía. De esta manera, es de esperar que en el futuro el escritor será más conocido por sus frutos que por los aplausos recibidos, una categoría a la que debería aspirar todo poeta. Cuando a finales de los 90, con un siglo casi entero a a espalda, Muñoz Rojas publicó Objetos perdidos estaba dando la razón a la generación siguiente, a quienes venían detrás. En un ejercicio de aplastante madurez su poesía dejó de ser contemplativa y salió de la imaginaría agrícola y ecológica para hacerse esquiva, imprevisible, divertida, fragmentada, feroz y felizmente contemporánea. Muñoz Rojas desdijo a Muñoz Rojas para pasar el testigo. Y muchos autores serán quienes se aprovechen de semejante capote aunque en el fondo desconozcan quién fue y qué hizo Muñoz Rojas.
Como recordaba recientemente Rafael Ballesteros, resulta inconcebible que el primer estudio crítico serio de la obra del antequerano llegara en 1989, cuando el protagonista ya tenía 80 años, de la mano del profesor de la Universidad de Málaga Cristóbal Cuevas. Pocos escritores han permitido trazar una historia de la poesía española desde la Generación del 27 hasta la actualidad en una sola biografía, y sin embargo la academia ha mirado demasiado tiempo para otro lado. El mismo Ballesteros apunta dos posibles argumentos para explicar semejante vacío. Por un lado, Muñoz Rojas puede considerarse una víctima de la manía clasificadora de la Historia, especialmente en su vertiente literaria. Tradicionalmente se vinculó al antequerano a la Generación del 36, un grupo demasiado diluido y poco reconocible. Sobrarían pruebas tanto para demostrar que Muñoz Rojas no perteneció a este colectivo como para demostrar que sí lo hizo. A menudo, al poner el dardo en la diana del 36 se pretende llenar un hueco demasiado amplio entre el 27 y el 50, y en este sentido nuestro poeta se ha visto metido en sacos que poco tenían que ver con su intuición poética. Por otro lado, Muñoz Rojas hizo siempre gala de una independencia firme, no sólo en cuanto a los círculos de escritores que siempre evitó, también de cara a una galería de la que no quiso formar parte a pesar de la desesperación de algunos periodistas. En buena medida, por tanto, el autor se granjeó su propio anonimato, pero cabe considerar que su figura constituye la demostración de que, en España, prescindir de la vanagloria a la que no pocos escritores aspiran (y que a otros tantos alimenta) se paga caro.
Muñoz Rojas, en fin, es el poeta discreto en el que es posible indagar la línea que conduce a Antonio Machado y que culmina en San Juan de la Cruz. La naturaleza fue su primer aliado, pero no cualquiera: la Vega de Antequera, con la cima inspiradora de la Peña de los Enamorados, le suministró el caudal fértil que luego él supo convertir en verso y prosa. Los colores del campo, sus aromas, sus sonidos, el inmenso cielo abierto que murió en las ciudades están hechos del mismo material de su poesía. Hoy, al fin, el poeta ha pasado a formar parte de ese mismo paisaje. Y éste sí lo conservará en su memoria lo que dure el tiempo.
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