Estrella Morente en el Cervantes

Un patrimonio sonoro en su mayor fidelidad

  • Estrella Morente llena el Teatro Cervantes con su tributo a la copla

Estrella Morente, este martes, durante su concierto en el Cervantes.

Estrella Morente, este martes, durante su concierto en el Cervantes. / Migue Fernández / Teatro Cervantes

Tamizada en los últimos años a través del jazz, las músicas étnicas, el pop y otras muchas fuentes, la copla es hoy día objeto de una vigencia y una veneración por parte de un público no precisamente pequeño, por mucho que el canon de su repertorio, digamos, oficial, quedara cerrado hace ya bastante más de medio siglo. Seguramente en el diálogo de la copla con otras sonoridades de raíz, del que han sido tan culpables Carlos Cano como Martirio entre otros visionarios, se explica la vigencia de un género cuyo dramatismo trágico más puro parece conectar poco, de entrada, con las sentimentalidades heredadas de la postmodernidad (análisis aparte merecerían los talent shows televisivos que recientemente han enarbolado la bandera de la copla con un inusitado éxito de audiencia). He aquí, sin embargo, que Estrella Morente ha devuelto al género a donde muchos aficionados querían verlo de nuevo: al esplendor de orquesta y bata de cola, al poderío de abanico y teatralidad abrumadora, al territorio en el que la copla es una maquinaria expresiva de pasiones ardientes donde todo está a punto de echar humo. Su último disco, Coplas, recoge buena parte de este repertorio con ánimo respetuoso y a la vez reivindicativo; pero si la copla es esencialmente performance, había que comprobar en el escenario en qué medida hablamos de mero tributo o de una adscripción por derecho a la escuela más fidedigna y radical de la copla.

Así que la ocasión la pintaban calva este martes en un Teatro Cervantes lleno hasta los topes y dispuesto a dejarse conquistar por los aromas primigenios del género. Tras una laudatio enlatada en honor a la protagonista y a la misma copla, el telón dejó ver y oír una orquesta formada por una veintena larga de músicos, a la usanza más clásica, en perfecta afinación y disposición, bajo la dirección de José Enrique de la Vega (sustituido en algunos tramos por Camilo Irizo) que sonaba ya al compás de Madrina. Y allí que salió Estrella Morente, con una bata de cola azul cuyos adornos hacían honor a su nombre (el cambio de vestuario, en todo caso, fue un leitmotiv fundamental en el espectáculo), abanico en ristre y manos muy abiertas, bajo una escenografía sustentada en una iluminación proverbial y precisa. Tras semejante himno, el programa desgranó un generoso puñado de himnos incontestables: Antonio Vargas Heredia, Rocío y La niña de Puerta Oscura completaron ya el sortilegio y el imaginario más fiel (sí, cabe insistir: fidelidad es aquí la palabra mágica del cuento) se hizo presente, con un público entregado clavel en mano. En su interpretación, Estrella Morente cuidó tanto lo musical como el arte dramático, poniendo alma, cuerpo y corazón a las historias de amores imposibles y anhelos envenenados. No ocultó, ciertamente, que su escuela es el flamenco, la misma que la de otras intérpretes históricas de la copla: en los melismas de Amante de abril y mayo había así toda una declaración de intenciones, y si a la hora de lidiar con el compás de la orquesta esta adscripción quedó también manifiesta en algunas dificultades (nada extraño, al cabo, en una artista vinculada desde hace tanto al toque de guitarra como arquitectura armónica), lo cierto es que el envite resultó mucho más que digno. Eso sí, para que no quedaran dudas, bien traspasado el hemisferio del concierto optó la cantante por un formato ya puramente flamenco, en sus formas y sus hechuras, dichos el cante y la copla en la silla y al toque. Seguramente ha encontrado Estrella Morente un camino a su medida en la copla brindada así, tanto en la mayor pureza de este patrimonio como a su manera. Y sólo cabe felicitarse y disfrutarlo.

Tras un brillante interludio instrumental en el que se proyectaron imágenes de grandes referentes de la copla, el repertorio prosiguió su derroche de joyas incontestables como El día que nací yo (seguramente el mejor momento de la noche), Triniá, Miedo, Yo soy esa, ¡Ay pena, penita! o Suspiros de España, además de algunos interludios de Turina para el mayor lucimiento de la orquesta. La copla quedó así restituida en su genio original, su fragor primero, pero hay aquí una puerta que se abre. Ahora corresponde comprobar a dónde.

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