Europa en llamas de amor y odio

Pablo Bujalance

21 de noviembre 2009 - 05:00

Teatro Echegaray. Intérpretes: Vicky Peña (voz), Jordi Caumell (piano). Música: Kurt Weill. Textos: Bertolt Brecht, Ogden Nash, Roger Fernay, Ira Gershwin, Maxwell Anderson, Maurice Magre. Versiones: Vicky Peña, Feliú Formosa, Nancho Novo. Aforo: Unas 100 personas (un tercio de entrada).

Hasta el último momento he dudado entre calificar esta crítica como de un espectáculo teatral o musical. No en vano, y con toda la propiedad del mundo, De Mahagonny a Youkali es un recital de canciones de Kurt Weill. Pero no es menos cierto que lo que Vicky Peña muestra en escena posee una entidad dramática indudable, no sólo por la evidente conexión teatral de la música de Weill sino por los múltiples personajes que la fantástica cantante y proverbial actriz pinta bajo los focos, los correspondientes a las propias canciones y también los que narran la turbulenta historia del siglo XX (pueden parecer uno solo, pero son varios: esposos, esposas, amantes, infieles, testigos, chivatos, artistas, criminales de guerra y otras maravillosas criaturas) a partir de la riquísima biografía de Kurt Weill, verdadero segmento de carne y hueso para la primera mitad de la centuria. Así que la balanza se inclina al fin por el teatro, pero un teatro musical, muy musical, en la mejor acepción del término y el género. Sitúese el lector de este artículo, si quiere, en la frontera donde se dan la mano la performance musical y la teatral.

Las canciones, claro, son una verdadera delicia. Desde el Bilbao de Happy end, con su amable juego de confusiones y la conclusión que se clava en el estómago, hasta la epifanía serena, casi cotidiana, de September song, desfilan verdaderos claros del espíritu, la Alabama song y La cama que has hecho de Mahagonny, La canción de los marineros de Happy end, La balada de Mackie Navaja y Jenny de los piratas de La ópera de tres peniques, el Youkali tango de Fernay y Qué le mando el soldado a su mujer de Los siete pecados capitales, entre otras. Un festín babilónico (en alemán, inglés, francés, castellano y catalán) de buena música que basta para reconciliarse con el género humano, a pesar de la tragedia que, entre canción y canción, Vicky Peña y sus trasuntos van glosando, el ascenso del nazismo, la persecución del judío Weill, la guerra, el delirio, el exilio. Resulta sorprendente cómo en la efectiva desnudez de la voz y el piano el recital devuelve a la obra del compositor su primera intención de eliminar las fronteras entre la música culta y la popular: hay una distinción galante, una pulcritud cortesana favorecida por una puesta en escena igualmente mínima en cuanto a recursos pero pródiga en cuanto a intenciones, especialmente por un señaladísimo respeto al espectador; y también una celebración del placer inmediato, de la entrega al instinto que se deja llevar por la armonía redonda y sin fisuras de una música cuya belleza, por elemental, Schönberg no pudo apreciar. Resulta aquí esencial la labor de Jordi Camell al piano, generoso en recursos a la hora de reconstruir la admirable arquitectura de los temas con sólo diez dedos.

Pero nada de esto tendría sentido sin la fabulosa Vicky Peña, que vuelve a hacer que parezca sencillo lo más difícil de la interpretación dramática. Canta y actúa como si tuviera un león tumbado a sus pies descalzos. Decir divina es poco.

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