Cultura

Goya en el filo de dos épocas

  • El Bellas Artes de Bilbao acoge 'Goya y la corte ilustrada', que toma como punto de partida el encargo por el que el pintor se instalaría en Madrid

Entre las piezas que alberga el Bellas Artes  de Bilbao está 'La gallina ciega'.

Entre las piezas que alberga el Bellas Artes de Bilbao está 'La gallina ciega'.

La vida de Goya cambió cuando Anton Raphael Mengs, pintor de confianza de Carlos III, lo llamó para pintar los cartones de los tapices para los aposentos del futuro Carlos IV. Goya, a los 29 años, viaja con su familia a Madrid, se aloja en casa de sus cuñados, Francisco y Ramón Bayeu, e inicia su vida en la corte. De ella traza la exposición dos itinerarios: el que marcan las obras del artista y el que recogen las cartas que dirige a Martín Zapater, amigo que permanece en Zaragoza.

Las cartas son apasionantes. La muestra expone numerosos facsímiles con su transcripción. Sabemos así de la vida del pintor: su deseo de entrar en la Academia (lo logra en 1780) y ser pintor del rey (no lo consigue hasta 1786). La astucia con que se hace de rogar si le encargan un retrato, la preocupación por sus finanzas (que Zapater orienta y administra), su hartazgo de ser tutelado por Francisco Bayeu, el entusiasmo con que adquiere un coche inglés (aunque teme que sus ruedas no aguanten el irregular piso de las calles) y su capricho de un título de infanzón, que Zapater intenta gestionar.

Las cartas aparecen comprendidas entre sendos retratos de ambos personajes. Si la muestra se abre con un autorretrato de Goya y un retrato de Zapater (pintado por Goya), fechados los dos hacia 1780, hay algo de fin de ciclo en el pequeño autorretrato de 1795, donde el pintor aparece tenso, tocado ya sin remedio por la sordera, y los dos excelentes retratos de Zapater (1790 y 1797): Goya lo recoge como un digno burgués, sin más honores que unos papeles sobre la mesa. Zapater, hombre de negocios, era también un ilustrado e impulsó en Aragón instituciones innovadoras.

Las obras seleccionadas de los años de la corte son retratos -Carlos III (como cazador), Carlos IV, María Luisa de Parma, el conde de Floridablanca (entonces responsable de las relaciones exteriores) y Francisco Bayeu- y cartones para tapices. Unos y otros se exponen en un amplio contexto de obras de la época: paisajes, acontecimientos de la corte (las pruebas del globo aerostático), estampas costumbristas y retratos y cartones para tapices de otros autores.

Los cartones de Goya poseen una fuerza poética que los distancia de los que firman otros autores. Intentan estos contar historias: galantes, ingeniosas, pintorescas. Goya, sin embargo, sintetiza. En El resguardo del tabaco, es tal la dureza de quienes persiguen el contrabando, en nombre de la Corona, que no se sabe si son guardias o bandidos. En La acerolera, tres rostros, una sombrilla y un árbol trazan una situación llena de posibles significados que quedan al criterio del espectador. Esta potencia de las figuras tiene mucho que ver con el modo en el que ocupan el espacio del cuadro, definiéndolo, y con la idea de color. En La gallina ciega, el blanco vestido de una muchacha ilumina el cuadro entero, mientras en La novillada, la pintura roja, algo desordenada, en la espalda de unos de los jóvenes delimita con precisión la escena. Hay una tercera nota: Goya introduce en los cartones rasgos ascendentes (un árbol, una figura elevada, el mismo pelele que vuela cuando las mujeres lo mantean). Ese tirón de la mirada evita la lectura horizontal, proclive a la narración.

En los retratos, impresiona la huella de Velázquez. Cuida las calidades y el color, lo atestiguan los retratos de Carlos IV y Bayeu, pero las figuras transmiten sobre todo la entereza del individuo. Velázquez se la dio aun a los bufones de la corte de Felipe IV y Goya recoge resueltamente ese rasgo definitorio del realismo que consiste en otorgar a la figura el don insustituible de su existencia individual.

Por eso se agradece la sección que añade a la muestra el Museo de Bilbao: once retratos de otras tantas personas nacidas en el País Vasco o Navarra. Tres hay de especial relieve. Excelente el retrato de Cabarrús: la voluminosa humanidad del financiero no impide que Goya la dote del espacio y el gesto que Velázquez ideó al pintar Pablo de Valladolid. La figura de Cabarrús tiene peso para crear su propio entorno y elegancia para conferirle armonía. Más silenciosos son los retratos de los consuegros del pintor, Juana Galarza y Martín Miguel de Goicoechea. Hechos en 1810, en un Madrid ocupado y empobrecido por la guerra, las dos figuras, carentes de insignias y lujos cortesanos, desprenden una serenidad acorde con la sencillez casi austera de la pintura. Finalmente, Leocadia Zorrilla. La dama que, arruinada, fue ama de llaves de Goya y causa quizá de que el pintor no regresara a España (muchas requisitorias acumulaban los absolutistas contra ella) aparece atractiva y resuelta. La elegante figura, firme pese al suave tul que le cubre los hombros, se completa con la serena seguridad de la mirada. Un financiero, unos comerciantes, una exiliada: imágenes de un mundo que está naciendo.

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