México era ella

Crítica música

Lila Downs, ayer, durante su concierto en el Teatro Cervantes.
Lila Downs, ayer, durante su concierto en el Teatro Cervantes.
P. Bujalance

11 de marzo 2010 - 05:00

Lila Downs. Teatro Cervantes. Fecha: 10 de marzo. Músicos: Lila Downs (voz), Paul Cohen (saxo y clarinete), Yayo Serka (batería), Samuel Torres (percusión), Celso Duarte (arpa, violín, guitarra, charango), Carlos Henderson (bajo), Rob Curto (acordeón), Rafael Gómez (guitarra). Aforo: Unas 1.100 personas (lleno).

Lo único que podría achacarse al concierto que ofreció anoche Lila Downs en el Cervantes junto a su Misteriosa es que fue demasiado corto. Cierto que las actuaciones anteriores que la cantante había ofrecido por aquí (en 2001 en el extinto Etnimálaga y en 2002 en el Castillo Sohail de Fuengirola) se adaptaban bien al formato de hora y media por aquello del programa más limitado y las primeras tentativas en esta orilla del charco, pero ayer habría cabido esperar bastante más. Alguien desde el patio de butacas pidió Una sangre, y este fabuloso tema, que habría supuesto un final idóneo, fue sólo uno de los muchos que se quedaron en la memoria. Y sin embargo, qué quieren: lo que esta mujer y sus músicos dejaron sobre las tablas fue una abrumadora demostración de fuerza y de genio, además de virtuosismo. Alguien debería catalogar los graves de esta garganta como Patrimonio de la Humanidad. Así que, en el fondo, no tiene uno más remedio que disculpar la brevedad.

Comenzó Lila Downs tirando de la base, remontándose a su magistral Tree of life con La iguana, que bastó para asentar el clima en su vertiente más popular. Todo lo que vino después fue una cuestión de contundencia: hubo corridos, rancheras, miradas al repertorio con Paloma negra y Cucurrucucú Paloma, pero también la expresión mestiza más radical (ella demuestra mejor que nadie que todos los géneros mexicanos son mestizos) en la que esta artista mejor se defiende. Especialmente brillante fue la puesta en escena del que sigue siendo su mejor disco, La Línea, con el tema que da nombre a este trabajo y Martiniana. Hay que ser de piedra o un idiota para no derramarse en lágrimas al escuchar ésta, aunque no las expulse. Iguales efectos emocionales cuajaron con La llorona, si bien hubo tiempo para divertirse con La cumbia del mole, de La cantina, el álbum del que antes había sonado la tierna Agua de rosas. Ahí estaba Lila Downs dejando al respetable con la boca abierta, haciendo gala de un registro descomunal. Su voz, y sí se puede afirmar esto en comparación con aquellos primeros conciertos, ha ganado enteros, calidez y modulación, lo que, de habernos sido prometido en aquel 2002, no lo habríamos creído.

También volvió a demostrar la mexicana (México era ella) que en directo suena mucho más dura que en el estudio, más agresiva en el sentido más amable del término. Lo hizo adoptando las posturas más próximas al hip-hop en Justicia y La cucaracha, aunque aquí, y lamento confesarlo, sí que eché de menos un buen Sale sobrando. De nuevo no hay más remedio que darlo por válido: cuando Paul Cohen y Celso Duarte se juntan, ya se sabe que algo enorme y rematadamente libre va a ocurrir. El primero se lo pasó en grande con Los pollos y volvió a brillar en los pasajes más jazzísticos, los que salen de su puño y letra; el segundo, como ya acostumbra para delicia de quienes esperamos de él exactamente eso, volvió a destrozar el arpa, el violín, la guitarra y el charango. Una auténtica bestia.

En fin, seguramente desde el de Wilco de mayo del año pasado no se disfrutaba en Málaga de un concierto tan bueno. Felicidades a quienes estuvieron. Y que no haya que esperar ocho años.

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