Y Molly creó a Dios (a pesar de la literatura)
Crítica de Teatro
MOLLY BLOOM
Teatro Echegaray. Fecha: 19 de noviembre. Texto: Juan Manuel Hurtado (a partir de 'Ulises', de James Joyce). Dirección: Rubén Frías. Reparto: Henar Frías y Rubén Tobías. Aforo: Unas 60 personas.
Afirmó una vez María Zambrano: "Decir teatro es decir máscara". Y resulta fascinante, en todo caso, la investigación de las conexiones que conducen desde lo que supuestamente define a la persona hasta la construcción artificial del personaje. Los griegos antiguos no distinguían entre ambos conceptos, y esto justificaba el empleo de las máscaras con el consecuente barbecho pedagógico. Pero, una vez que la máscara quedó excluida del juguete por sus connotaciones pecaminosas, la aproximación al personaje como mecanismo (androide, tal vez) fabricado a partir de la interpretación que el ser humano hace de sí mismo sirve todavía, a estas alturas, para definir al creador a partir de la obra. La persona hace al personaje para explicar(se), aunque tampoco resultaría descabellado, como en una vuelta de tortilla al estilo gnóstico, recorrer el camino inverso. Perdonen toda esta majadería, pero es que acabo de ver Molly Bloom y todo esto viene a cuento porque lo que James Joyce vino a parir, y esto ya lo sabemos, no es un personaje. Seguramente tampoco es una mujer. Tal vez se trata de una presencia a medio camino con voluntad de poder, por decirlo de algún modo. Joyce no urde una trama de cualidades humanas para formar una evocación de las mismas dotada de independencia ilusoria mediante la ficción: todo en Molly es cosecha propia. Y, en todo caso, es ella la que da a luz al soso de Joyce, no al revés. Ahora, Juan Manuel Hurtado ha llevado a Molly al escenario con una adaptación fiel tanto al espíritu del irlandés como a sus propias claves creativas. Y, claro, el reto no es sencillo porque Molly, insisto, no es un personaje: es una concreción de la vida, en su acepción más precisa, y como tal hay que tratarla.
La anti-Penélope que se presenta ante el espectador mantiene el tono abiertamente sensual del capítulo final del Ulises. Y logra algo rematadamente difícil: escapar de la literatura a la hora de encarnar a Molly Bloom en el cuerpo de la actriz, una Henar Frías que sostiene en peso el soliloquio con templanza y oficio. Hay momentos, de hecho, en los que el teatro toma partido con feliz resolución, como la inserción musical que convierte la cima del éxtasis, ahí en el suelo, en una divertida y barroca blasfemia; o el desconcertante giro al melodrama a cuenta del hijo muerto cuando poco antes todo chorreaba semen y otros líquidos que me callo. Por contra, la dirección de actores juega a ser demasiado limpia, tal vez con la intención de reforzar los contrastes y oxigenar el mito, pero un servidor echó ayer de menos un poco de rock and roll. Le habría sentado bien aún más teatro a Molly. ¿O no era ésta la guerra que pedía?
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