EL JARDÍN DE LOS MONOS

Paseando por Roma XI: De Piazza San Bernardo a Santa Maria Degli Angel

La Fontana dell'Acqua Felice. La Fontana dell'Acqua Felice.

La Fontana dell'Acqua Felice.

Escrito por

Juan López Cohard

DESPUÉS de varios días paseando por Roma, conforme a los itinerarios que nos habíamos marcado, aún no podíamos creer lo que nos estaba sucediendo. Quizá fuese por haber entrado a la ciudad eterna por la Puerta Mágica del marqués de Palombara. Solo la magia puede hacer que todo, tiempo y espacio, confluya en un punto. Solo la fórmula alquímica de dicha puerta ha podido propiciar la compañía de esos ilustres personajes que conocieron, conocen y conocerán Roma en su eternidad, como Camilo Filipo Ludovico Borghese, aquél cuñado de Napoleón que nos ilustró en la Galería y Museo de Villa Borghese, la villa de sus antepasados, o Tarquinio El Soberbio, etrusco y el último de los reyes de la Roma monárquica, o el arquitecto, historiador, biógrafo y pintor renacentista, Giorgio Vasari que ha venido guiándonos por el centro histórico de Roma. Nada más recorrer la Vía Barberini, que comienza en la famosa plaza del mismo nombre, llegamos a la Piazza San Bernardo.

Llegó a Roma, procedente de Brescia, un joven experto artesano del bronce y el estuco, con la intención de dedicarse al estudio del arte clásico y la anatomía. Se llamaba Prospero Antichi y estaba esperándonos. Quería ser él, y no otro, quien nos explicase el monumento del Acqua Felice que destaca en la plaza de San bernardo: –Cuando vine mandaba en Roma el papa Gregorio XIII y corría el último cuarto del s. XVI. Trabajé para ese papa en vida y aún después de muerto, tanto en San Pedro del Vaticano como en Santa María Maggiore. Pero fue el papa que le sucedió, Sixto V, de origen serbio y nombre, una vez traducido al italiano, Felice Peretti, el que me hizo el mayor encargo para mi desgracia. Pero, –continuó Antichi habiendo despertado nuestra curiosidad con sus palabras– permitidme que antes de aclararos mis cuitas os explique algo de esta plaza: Junto a ese gran monumento (el Acqua Felice) que tiene tres nichos enmarcados por cuatro columnas, está la iglesia de Santa María della Vittoria, que seguramente habréis conocido en la pésima película Ángeles y demonios de Tom Hanks. Aunque la iglesia pasa desapercibida, su interior barroco está ricamente decorado y, sobre todo, contiene una maravillosa obra maestra de Bernini: “El éxtasis de Santa Teresa”. Este grupo escultórico, encargado por el cardenal Comaro para ser colocado en su tumba, situada en la Capilla homónima de esta iglesia, está considerado como una de las grandiosas obras del Barroco. Sus teatrales efectos consiguen que parezca que fuese el mármol quien ha entrado en éxtasis. Si Miguel Ángel le gritó a su Moisés, golpeándole la rodilla: ¡Habla!, Bernini le podría haber gritado a su Santa Teresa: ¡Levita!

En la plaza se encuentra otra iglesia que es la de “Santa Susanna alle Terme di Diocleciano”. Es una de las iglesias más antiguas de Roma. Se construyó sobre tres villas en la época de Constantino apoyada en el muro de las Termas de Diocleciano. Después, en la Edad Moderna, el papa Sixto IV comenzó su reconstrucción que fue terminada por el arquitecto Carlo Maderno, sobrino del arquitecto principal de Sixto V, Domenico Fontana. Y hay otra iglesia más, –continuó Prospero Antichi–, precisamente la que le da nombre a la plaza, la de San Bernardo alle Terme. Fue construida dentro de las termas de Diocleciano a finales del siglo XVI. Exactamente se construyó, dentro de los baños en lo que era un “sphaeristerium”, esto es, un espacio cerrado dedicado al juego de pelota (generalmente se jugaba a una especie de voleibol, en latín llamado ludere detatim, con una pelota ovalada llena de plumas o “pila paganica”. La iglesia le fue encomendada a los monjes cistercienses y se le dedicó a San Bernardo de Claraval (un monje cisterciense francés del s. XII al que, entre otras muchas cosas importantes, le debemos el canto gregoriano). Es de planta circular y está cubierta por una bóveda, con un óculo en el centro, muy similar a la del Panteón.

–Pero pasemos ya al monumento más importante y causa de mis desgracias, –nos dijo con un triste suspiro– : La Fontana dell’Acqua Felice. Como sabéis, ya que Vasari os lo comentó en la Fontana de Trevi, en el siglo XV los romanos recuperaron la costumbre de terminar los acueductos que traían el agua a la ciudad con una fontana. Ésta, que toma el nombre del papa Sisto V, Felice, es el punto capitalino donde se mostraban las aguas procedentes del pantano Borghese tras recorrer un acueducto de 24 Km. Después de muchas vicisitudes por su mala construcción, el papa consiguió que el acueducto condujese el agua a Roma, no solo para alimentar a todos los barrios de la colina del Quirinal, sino también para que manase en la Fontana di Monti Cavallo, frente al Palazzo del Quirinale. El monumento es manifiestamente más inFelice que Felice, además de ser desproporcionado. Cuatro enormes columnas enmarcan tres nichos rematados con arcos en la parte superior. Los nichos laterales presentan unos relieves con temas bíblicos, cuyos originales están en los Museos Vaticanos; a la izquierda Aaron, obra de Giovanni Battista della Porta, y a la derecha Josué, de Flaminio Vacca. A los pies, cuatro leones egipcios se encargan de vomitar el acqua felice. El nicho central lo ocupa un gigantesco Moisés. Es obra mía. Miradlo -dijo con dos lagrimones en los ojos-. Este es mi Moisés. Según dicen los romanos tiene el ceño fruncido porque me considera un inepto como escultor. Mi Moisés es grande, desproporcionado y horrendo. Y, para colmo, Miguel Ángel había terminado el suyo poco antes. No pude resistirlo. Toda Roma se burlaba de Prospero Antichi il Bresciano. Pasado un tiempo, en el que aún hice algunas otras obras, enfermé, y era tal mi angustia por el fiasco del Moisés que acabé suicidándome.

Dicho esto desapareció sin decir ni siquiera adiós. Nos quedamos atónitos y con el alma acongojada: ¡Hombre, el Moisés es feo de cojones, pero no tanto como para suicidarse, amigo Antichi! Después de este número nos fuimos a la Piazza della República, una de las plazas más importantes de Roma que además tiene junto a ella la estación ferroviaria de Roma: la Estación Termini. La plaza es de finales del s. XIX. Tiene planta semicircular y fue conocida anteriormente como Plaza de la Exedra, ya que se hizo sobre un lugar de reunión al descubierto, con asientos, construido por Diocleciano. En medio de la plaza se encuentra la Fontana de las Náyades, también del XIX, que presenta cuatro ninfas desnudas en representación del agua. Hicieron las delicias de los escandalizados romanos del novecento. En la Plaza se encuentran las Termas de Diocleciano. ¿Quién nos iba a decir que fuese el mismísimo emperador Diocleciano quien se aviniera a ser nuestro cicerone en sus Termas?

Diocleciano, nacido Diocles e hijo de un liberto dálmata, fue emperador entre el año 284 y el 305. Lo primero que aprendió fue que el mayor peligro para un emperador eran las intrigas palaciegas. Por algo él mismo había llegado a emperador intrigando, primero para ser jefe de los pretorianos y, después, para ser emperador. Así que, si no quería acabar asesinado como sus antecesores, lo mejor que podía hacer era no vivir en palacio o, mejor aún, no vivir en Roma. No lo dudó, poniendo de excusa motivos militares, estableció la capital en Nicomedia, una ciudad de Asia Menor. Montó un gobierno de cuatro, (dos emperadores y dos césares), llamado Tetrarquia. Cuando él dimitió como emperador, tal como se había comprometido a hacerlo, tras veinte años al mando del Imperio, los otros tetrarcas se liaron a mamporros. Le pidieron que volviese a poner orden, a lo que Diocleciano contestó: “Quién esto me pide no sabe lo bien que crecen las coles en mi huerto”. Desde su palacio de Spalato (hoy Split, en Croacia), ciudad de Dalmacia en la que nació, vio como su obra se deshacía por las ambiciones personales de los tetrarcas que él había nombrado. Fue un gran militar y un excelente administrador que montó un sistema muy parecido a un socialismo. Todo estaba controlado por la administración. De hecho, según decía el retórico y escritor Lactancio, “en nuestro Imperio de cada dos ciudadanos, uno es funcionario”. Más o menos como lo hemos montado en nuestra Hispania de las Autonomías.

–Ironías de la vida, –nos dijo nada más saludarnos–. Después de perseguir sanguinariamente a estos galileos (cristianos) que querían destruir el orden Imperial y abjurar de nuestros dioses, he de comenzar nuestro próximo paseo en la Basílica di Santa María Degli Angeli e dei Martiri construida dentro de mis baños. Pero es que, al final, como dijo mi sucesor Juliano (El Apostata) refiriéndose a Cristo: ¡Ganaste galileo!

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