Rasgos de la biografía del artista
Los artistas dudan y ensayan, proyectan y se esfuerzan: lo prueba en el CAAC Alfonso Albacete
Frente al tópico del genio y a la retórica de la creación, los artistas piensan e imaginan, dudan y ensayan, proyectan y se esfuerzan. Quizá por eso apenas distinguimos entre el taller y el estudio del pintor. De ese recinto sale la obra acabada pero allí queda el testimonio del camino recorrido: notas, apuntes, estudios del detalle difícil o el rasgo inquietante, bocetos, caminos iniciados, abandonados y retomados después. Materiales, en suma, que tejen la biografía del artista tanto o más que la obra acabada porque juntos conforman esa línea de sombra que ha de cruzar cualquier travesía ambiciosa.
Este es el interés de la exposición de Alfonso Albacete (Antequera, 1957). Fragmentos que señalan cómo a través del trabajo y a lo largo de los días el autor va perfilando su propio mundo poético. La muestra, casi estructurada por temas, parte, cabría decir, con modos de hacer espacio. Lo hace un cuerpo que se aleja, lo modelan personas en una habitación (trazan relaciones que desmienten la impecable geometría de la pieza). La luz es un potente agente espaciador: su distribución regular ordena la penumbra de una sala de proyecciones y sus acusados contrastes destacan planos esenciales como el diseño que hace Albacete del tragaluz y la escalera, que hacen pensar en Eisenstein y Rodchenko, y también en un filme de Hitchcock, Sospecha. Hay además espacios que abre la fantasía como el que enfrenta el lienzo enrollado y vacío a un paisaje que de momento es sólo una idea.
Unos trabajos en torno al objeto forman un breve interludio: la pintura puede ser exacta construccion del objeto (así, el preciso dibujo de una silla), subrayar el vigor de su presencia (la de un voluminoso florero) o convertirlo en metáfora, como las paletas del pintor que alimentan una hoguera (¿fuego de la pasión o de la desesperanza?). Esta imagen, en todo caso, abre una nueva sala centrada en los rostros y los cuerpos. Cuerpos que se encuentran, aparecen de súbito, señalan, se mueven, asedian la imaginación o sencillamente dan que pensar. Entre ellos, una pieza enigmática: un desnudo con los brazos completamente abiertos, gesto en el que parecen confluir, en extraña escala, el homo quadratus y el crucificado.
El siguiente recinto se ocupa de la identidad de pintor. A los autorretratos, tratados con distintos lenguajes, se une un divertido estudio: a la izquierda, un busto clásico, modelo quizá de una clase de dibujo en alguna escuela de arte, y a la derecha, uno de esos gatos mecánicos que suben y bajan la patita: ¿qué incierta distancia separa a la obra del objeto kitsch?
Tras un breve espacio que reúne diversas formas de pensar el bodegón (al solemne dibujo de un melón con jamón que hace pensar en Oldenburg se opone el modo en que leves figuras, más sugeridas que pintadas, forman eficazmente un cuadro), la exposición culmina con obras donde la imagen y la pintura son casi indiscernibles: cuidadas manchas grises podrían verse como arboles en la niebla y ciertos perfiles de árboles tal vez no sean sino rítmicas marcas de pintura. El color, que ha ido adquiriendo más presencia a lo largo de la muestra, conforma ahora por sí solo el cuadro que surge de redes de color y también de tramas de palabras que articulan un poema visual.
La muestra es doblemente atractiva: satisfará a los amantes de la pintura y dará que pensar a quienes, más allá de los tópicos, les interesa el arte como experiencia y trabajo, y como fusión entre el gozo de la mirada y el despuntar del pensamiento. A unos y otros les alegrará saber que más del sesenta por ciento de las obras expuestas se incorporan a la colección del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Una noticia que también interesará sin duda a los investigadores.
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