Sorolla, un pintor en Nueva York
Apuntes a la presente exposición temporal del Museo Carmen Thyssen
El destino cruzó en el camino de Joaquín Sorolla al hombre que haría posible su mayor proyección internacional: el millonario Archer Milton Hutington. Éste representaba un deseo, Sorolla la manera de hacerlo posible. El pintor español encontró a alguien capaz de espolear su afán y su ilusión por la pintura. En 1904, Hutington, apasionado hispanista, filántropo y amante del arte había fundado en Nueva York, la Hispanic Society, un proyecto cultural dedicado al estudio de la cultura española y que incluía la creación de un museo y una biblioteca para tal fin.
Fue unos años más tarde, en 1908, cuando Hutington visitó una exposición del español celebrada en Londres. Fascinado por el talento del pintor, el americano mostró su deseo de presentar su obra en Nueva York. A finales de octubre de ese mismo año, Sorolla le confesó a su mujer que la exposición en la Gran Manzana se confirmaba, pues Huntington deseaba organizar una muestra para inaugurar la Hispanic Society. A partir de este momento comenzó uno de los periplos más apasionantes en la vida del valenciano.
Con trescientas cincuenta y seis obras, la exposición abrió sus puertas al público en un frío mes de febrero de 1909, ante más de seiscientas personas. Fue un completo éxito, mayor del esperado. A pesar del gélido invierno neoyorquino, o quizá gracias a eso, un numeroso público se cobijó al calor mediterráneo de las obras de Sorolla.
Dos años más tarde, el pintor sería reclamado de nuevo por Hutington para decorar la impresionante biblioteca de la Hispanic con obras de temática española: "El encargo de un gigante al hombre más pequeño". La frase no se debía sólo a la humildad de Sorolla, sino que escenificaba su diferencia física. Frente a la corpulencia de Huntington, el pequeño pintor español, pero capaz de enfrentarse con gran energía a ese reto.
Nos encontramos ya en la génesis de los apuntes de Nueva York. En 1911, a los cuarenta y ocho años, Joaquín Sorolla era un pintor reconocido por la crítica, apenas unos años antes había expuesto en París y Londres y atendía los numerosos encargos que le llegaban. Ese año Sorolla realizó su segundo viaje a la ciudad y se instaló de nuevo en el hotel Savoy, cuyos espacios y salones ya le eran conocidos.
No es difícil imaginarle en la habitación, relajado, puede que en batín y zapatillas, tratando de captar con sus pinceles la energía de la ciudad. Y esa visión se plasma en obras espontáneas, de una agilidad y una belleza distintas a su producción anterior, y que suponen un momento singular sin posterior desarrollo. Desde el alféizar de su ventana, el pintor contempla las escenas desde lo alto y plasma las panorámicas dejándose influir por la perspectiva en picado y la naciente fotografía. Sorolla se recrea en estos fragmentos para sí mismo y para informar al resto de su familia, que había quedado en Madrid. En su retina, que es la nuestra ahora, guarda la imagen de una ciudad efervescente, fascinante en esos años de principios de siglo, cuando su crecimiento podía medirse por minutos. Sorolla tiene la esencia de Nueva York en sus manos. La metrópoli que nunca tiene sueño despliega ante sus ojos su gran decorado, en una función protagonizada por individuos andando a paso ligero por la Grand Army Plaza, los coches, los tranvías, el monumento al general Sherman -héroe militar unionista de la guerra civil americana-, la mansión de los Vanderbilt -la mayor construcción privada de Nueva York- o Central Park, el corazón verde y vibrante de la urbe. Y con ellos la energía que emanan, el movimiento, el ruido, el color, la luz eléctrica, el tiempo fugaz, el dinamismo urbano… Sorolla se complace en representar la vida moderna.
Junto a estas obras, realizó otros dibujos de un cariz más mundano. Mientras esperaba sus viandas en el restaurante del hotel, el artista daba la vuelta a la hoja del menú y se entretenía haciendo dibujos a lápiz, que representan la fauna humana que le rodeaba en el comedor. Damas con sombreros, caballeros elegantes y escenas de café. Una cosmopolita alta sociedad de paso en la gran ciudad.
En estas obras urbanas, tan poco sorollistas, se nota que el pintor estaba relajado y disfrutando. Frente a la rotundidad de otras creaciones, ejecutadas con su proverbial fortaleza y brío, estas piezas son delicadas y sugerentes. Imágenes sutiles cuyas pinceladas parece que se han resuelto con los jirones de la niebla, apuntes rápidos y esenciales de un observador entusiasmado que, aunque no está trabajando, no descansa nunca, al igual que la ciudad que le acoge.
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