Sufriente y candoroso

Arte

Luis Amavisca abraza el símbolo y la metáfora para abordar en sus imágenes e instalaciones un reflejo de la pureza de ánimo como signo de lesión o locura

'Sin título', obra de Amavisca expuesta en la galería Isabel Hurley.
Juan Francisco Rueda

29 de marzo 2009 - 05:00

Titula Luis Amavisca esta exposición como Candor, en clara alusión a la blancura que inunda sus obras hasta cegarnos la vista y el espíritu, pero, también, y sobre todo, en relación a esa pureza del ánimo que parece constituirse como parte de sus argumentos fundamentales. Pureza del ánimo lesionada, o aprovechada para socavar al individuo: al personaje femenino que se convierte en protagonista de sus fotografías y puede que, por proyección e identificación, en nosotros mismos. Candor, quizá, por el modo tan sumamente poético, lírico y metafórico con el que Amavisca nos introduce en una experiencia cercana al trauma, al shock, a la depresión y puede que a la enajenación mental; en una experiencia sobrecogedora y conmovedora del ser que asiste, desde un estado primerizo de ausencia, a su reconocimiento como ser que sufre, desprotegido, inmerso en un estado traumático y cercano a la pérdida de esa cordura que los que nos creemos cuerdos decidimos atribuírsela o no a los demás -cuánto nos recuerda alguna imagen al autorretrato de Courbet titulado, justamente, La desesperación (1845)-; en una experiencia paroxística en la que el personaje, iluminado -con todas las connotaciones-, emprende una ambigua y angustiosa lucha por huir de ese estado en el que se encuentra, al tiempo que, tal vez por su fragilidad, teme escapar y vuelve nuevamente a éste. En este último aspecto es donde se concentra mayor tensión, ya que el artista insiste sobre ese proceso de huida y vuelta, de tentativas frustradas por recobrar la normalidad. Prueba de ello son dos fotografías en las que el personaje hace, en un ejercicio de ambigüedad, por desatar y atar las correas de una tela blanca (de pureza pero también de locura), metafórica camisa de fuerza; o la video-instalación en la que, merced a unos volúmenes interpuestos entre el proyector y la pared, el personaje, en un cíclico paseo, la abandona y se nos hace presente, aunque después vuelva al muro para desaparecer.

El ciclo narrativo que propone Amavisca ha quedado descrito (reconocimiento de un estado y ansia por escapar), sin embargo los motivos no resultan evidentes -qué más da-, aunque la barra de labios que deforma el rostro de la modelo aludiría metafóricamente a los condicionantes sociales. En cualquier caso, sea lo sea lo que origine este estado, no resta capacidad dramática y evita que nos distanciemos de la conexión con la modelo. Amavisca consigue que lo que pudiera ser una historia concreta devenga universal, esto es, que el espectador puede identificarse con ella, que consigamos vivirla como una narración alegórica de nosotros y no como un episodio ajeno.

El artista emplea dispares soluciones en torno a lo fotográfico y el vídeo, siempre al servicio del discurso, logrando un proyecto profundo del que destacamos: una fotografía de flujo narrativo, escenificada y dramatizada, y, por tanto, conmovedora; el manejo hábil de elementos expresivos como el blanco reinante o el mismo parámetro lumínico que ayudan a introducirnos en una indefinida atmósfera evocadora, evasiva e irreal; o el empleo de formas simbólicas como la pirámide, la imagen de las piernas recogidas entre los brazos o la instalación que juega con la idea del altar.

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