Triunfo de lo pintoresco
Renacimiento y Centro de Estudios Andaluces reeditan 'Viaje por Andalucía' de Davillier, ilustrado por Doré, un rico testimonio de paisajes y escenas costumbristas del XIX
Este viaje emprendido por el barón de Ruán y el ilustrador Doré, coincide en el tiempo con el de otro entusiasta del folklore patrio. Me refiero a Hans Christian Andersen, que en 1862, año en el que llegaron nuestros viajeros franceses, paseó por la península sin mucha fortuna, como un espectro melancólico en "el país del verano", y cuyas andazas están recogidas en su Viaje por España. Por otro lado, el Viaje por Andalucía de Davillier y Doré, forma parte del Voyage en Espagne que el hispanófilo francés publicó en 1874, fecha en la que llegaba a su fin la estrepitosa aventura de la I República española y su secuela cantonalista, y comenzaba la restauración monárquica con Alfonso XII. De este modo, Davillier viene a engrosar la caudalosa estirpe de los viajeros románticos, cuya devoción por lo español, por una vida pintoresca y libre, nace de aquel apetito de exotismo (la sensualidad, el misterio, la aventura), que atravesó a todo el XIX industrioso.
Andersen, ya se ha dicho, no tuvo mucha suerte con las amistades españolas, a pesar de ser un escritor de fama en todo el continente. Aún así (he aquí la fuerza de los sueños, de los deseos infantiles), no dejó de buscar el aroma, la luz, la dicha imaginada entonces, como quien espera largamente un sortilegio. Asunto parecido encontramos en este Viaje por Andalucía de Davillier. A la excitación del clima, al encanto de la brisa, al recurrente asombro ante el ocaso (recuerden a los Cien Mil Hijos de San Luis, en posición de firmes al contemplar el paisaje, pasado Despeñaperros), estos viajeros le unieron el candor, un sentimiento unánime de gozo, cuya alegría nos sigue conmoviendo siglo y medio más tarde. Como nos recuerda Alberto González Troyano en su excelente prólogo, los viajeros románticos venían ya con una idea prefigurada de España, surgida de un interés sincero por lo pintoresco. Pero también es cierto, como señala Troyano, que gracias a esta moda conservadora y folkorista, a su acendrado gusto por lo "auténtico", hoy disponemos de un nutrido testimonio de aquella hora, cuando la España imperial había dado paso a una potencia de segundo orden, a trasmano ya de las naciones pujantes. Al fin y al cabo, no otra cosa había hecho Mesonero Romanos 30 años antes (al folklorismo me refiero), recogiendo tipos y refranes, enhebrando estampas castizas, mientras Larra braceaba contra la censura y el tipismo. Así pues, gracias a Richard Ford, a Byron, a Stendhal, a Gautier, a Próspero Mérimée, a Washington Irving, etcétera; gracias a este Davillier, barón de Ruán, y a las ilustraciones de Gustave Doré, una España arcaizante, de resonacia oriental y agrestes lejanías, dilató su influjo en la memoria del Ochocientos.
Esto no significa, en ningún caso, un desconocimiento de nuestra Historia. Muy al contrario, es la Historia, el espesor del tiempo, la posibilidad de acariciar lo antiguo, cuando en Londres o París triunfaban la velocidad y el hierro, aquello que atrajo su mirada sobre España. En las numerosas páginas de Viaje por Andalucía, Davillier no perderá ocasión de mostrar su erudición sobre los asuntos hispanos. Una erudición, si se quiere, tan selectiva como cualquier otra, y que le induce a atesorar viejas canciones populares, o el idoma secreto de la gente del bronce, en lugar de comentar la actualidad parlamentaria. Pero es que aquellos hombres vinieron aquí, como a un Oriente más a la mano, buscando no la novedad de la cual provenían, sino todo lo que había permanecido incontaminado y puro bajo un polvo de siglos. En este sentido, quizá el último viajero romántico que visitó estas tierras fuera el arqueólogo Shulten. Como Schliemann con Troya, su búsqueda de Tartessos a primeros del XX, cercana ya la Grand Guerre, era también la búsqueda de un origen común, de la singularidad primera que vertebró a Occidente. Tantos siglos más tarde del mítico Argantonio, Davillier y Doré cruzaban los Pirineos, trayendo en la cabeza, no los grandes ferrocarriles que atravesaban Francia, sino un sueño de inocencia, la llama de lo auténtico, la pureza inventada por el hombre moderno.
Charles Davillier. Ilustraciones de Gustave Doré. Renacimiento. Sevilla, 2009. 474 páginas. 16 euros
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