Cultura

Última estación: Shakespeare

  • El Cervantes acoge hoy el aplaudido montaje de 'Enrique VIII' que con la dirección de Ernesto Arias se presentó en el Globe londinense el año pasado

El Teatro Cervantes acoge hoy y mañana a las 21:00 uno de esos montajes que prometen ser la obra de la temporada, aunque aquí hay motivos de peso para albergar grandes esperanzas. Se trata de la producción que la compañía Rakatá (que ya presentó en noviembre de 2011 El castigo sin venganza de Lope de Vega en el mismo escenario malagueño) y la Fundación Siglo de Oro comparten del Enrique VIII de William Shakespeare, dirigida por Ernesto Arias y con un elenco formado por catorce actores que encabezan Fernando Gil en el papel de Enrique VIII y Elena González como Catalina de Aragón (el resto lo integran Jesús Fuente, Rodrigo Arribas, Alejandro Saá, Daniel Acebes, Andrés Bernal, Alejandra Mayo, Bruno Ciorda, Julio Hidalgo, Jesús Teyssiere, Sara Moraleda, Asier Tartás Landera y Diego Santos). Tras su preestreno en la edición del Festival de Almagro del año pasado, el proyecto tuvo su flamante estreno nada menos que en The Shakespeare's Globe Theatre de Londres dentro de las Olimpiadas Culturales de la ciudad del Támesis (a través, de hecho, de una invitación de su director artístico, Dominic Droomgole), con un enorme éxito de crítica y público que se ha repetido durante la presente gira española. Hoy corresponde refrendar el mérito en Málaga.

El montaje que llega ahora al Cervantes debe buena parte de sus características formales al estreno en The Globe. Ernesto Arias opta por una lectura parca, sin apenas escenografía, con un vestuario sobrio diseñado por Susana Moreno y una iluminación igualmente exenta de alardes (el estreno londinense hubo de hacerse, tradición obliga, con luz natural), en consonancia para el subrayado de las interpretaciones como verdadera razón escénica. La música de Juan Manuel Artero y las coreografías de Patricia Ruz aportan el contrapunto al desarrollo de una acción frenética, repleta de intrigas políticas y de cama que se suceden durante casi dos horas.

Este Enrique VIII constituye, con casi toda seguridad (aunque conviene decir estas cosas con la boca pequeña), la primera ocasión en que la obra se representa en España. Consignado entre las piezas históricas de Shakespeare, el texto no forma parte de sus repertorios habituales, por más que su argumento (el triángulo formado por el rey, Catalina de Aragón y Ana Bolena, el pulso lanzado a Roma, las conspiraciones para la sucesión del trono y la amenaza turca) resulte, a priori, poderosamente shakesperiano. Lo cierto es que la autoría de Enrique VIII no corresponde únicamente al bardo, sino que éste la comparte con John Fletcher; incluso es previsible pensar que hay bastante más de Fletcher que de Shakespeare en la obra, por más que ésta ya figurara en el First Folio (el primer canon de las obras del autor de Hamlet, que publicaron los actores de su compañía) de 1623. La pieza fue escrita en 1613, sólo tres años antes de la muerte de Shakespeare y el mismo año en que el legendario The Globe ardió para siempre (el actual Shakespeare's Globe Theatre es una reproducción construida en 1997). Es comúnmente aceptado que la última obra cuya autoría corresponde a Shakespeare al cien por cien es La tempestad de 1611, aunque de nuevo, y más aún en estas lides, conviene no dar nada por sentado. Shakespeare recurrió a Fletcher en sus últimos y maltrechos años para escribir obras como la comedia dedicada a Cardenio, el personaje cervantino presente en Don Quijote al que ambos tomaron prestado para una suerte de spin-off que durante mucho tiempo se creyó perdido y que la Royal Shakespeare Company estrenó con todos los honores hace un lustro. Enrique VIII forma parte de ese último periodo, no tan brillante como el de las grandes tragedias pero, pardiez, no menos interesante tratándose del autor.

Cabe preguntarse por qué Shakespeare tardó tiempo en abordar una figura tan representativa de la corrupción del poder político y del mandato sostenido a base de bajas pasiones como la de Enrique VIII, el segundo rey de la dinastía de los Tudor, la misma que en 1485 provocó el derrocamiento de Ricardo III, en quien Shakespeare había resumido todos los vicios de la monarquía. Existe una respuesta evidente: la reina Isabel I, que gobernó hasta su muerte en 1603, fue la segunda hija de Enrique VIII y la última en ostentar la corona para los Tudor. Era necesario un cambio radical en el trono para poder abordar semejante material. Pero existe otra razón de índole, si se quiere, religiosa. Y es que Shakespeare mantuvo una relación delicada (volvamos a tomar las pinzas para sostener esta idea) con la Iglesia Anglicana, fundada por el propio Enrique VIII. En 1559, cinco años antes del nacimiento de Shakespeare, Isabel I decretó la definitiva escisión del credo anglicano respecto a la Iglesia Católica. Esta decisión acarreó no pocos problemas a los padres del poeta, ambos católicos. Y el mismo William, quien pudo tener amistades entre los jesuitas, también sufrió algunos agravios. Por mucho que sus tragedias contaran con el beneplácito de la reina, convertir a Enrique VIII en pasto de los demonios del poder habría sido para un católico una tarea imposible.

La situación cambió con la subida al trono de Jacobo I en 1603 y la llegada al poder de los Estuardo. El régimen jacobino se mostraba menos melindroso en la defensa de los preceptos anglicanos, pero repelía a golpe de censura cualquier representación de la monarquía distinta de su papel de garante del orden. Shakespeare pudo hacer su Enrique VIII, aunque seguramente menos monstruoso de lo que hubiese querido, por más que hubiese tenido al público a su favor; y es que, aunque Enrique VII acabara con Ricardo III, los Tudor nunca fueron muy del agrado de los ingleses por su origen galés. Así es la Historia. Que suba el telón.

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