Vida y muerte en el condado de Harlan
Apuntes a la la sexta y última temporada de 'Justified'
Reinventar es un arte consumido en la melancolía. Posiblemente por eso cueste tanto sacar adelante en nuestros días aquel material que, en el pasado, el polvo no lograba ocultar, y que se idealizaba a través del western. De entes cultivados en aquel yermo, y masacrados por un bagaje incierto, lleva hablando Justified ya seis temporadas. Y no habrá más. Son suficientes para establecer, desarrollar y terminar de definir las bases de la novela negra, cuyos resquicios actuales todavía se hallan teñidos por la tinta del difunto Elmore Leonard. A través del sendero de vida y muerte que un marshal, parece que se rinde un profundo homenaje al autor. En cada diálogo se respira profundamente la naturalidad del criminal, la humanidad de sus pensamientos, que no por ello idealizada en lo que hace. Estos conceptos son con los que hay que idealizarse para entender el planteamiento de Justified.
Raylan Givens, marshal y protagonista demacrado, entre otras cosas, por una relación tumoral con su padre, hila cada uno de los núcleos sociales residentes en el Kentucky más alejado de su propia concepción estatal. En el condado de Harlan se respira una filosofía trascendental, aquella que analiza a los vecinos como ladrones como nosotros. Al fin y al cabo, Leonard sugirió en su novela Pronto que Raylan no era más que un ladrón ataviado con ropas de policía. El alma de su padre, siempre subyacente tanto a nivel físico como espiritual, permite entrever la violencia habitable en una mirada absorbida por el odio. Timothy Olyphant, a lo largo de casi seis años, ha dado forma a un personaje clásico, tanto en las formas como en el contenido, pero dotado de un inexacto estatus de ser quebrado por las circunstancias. En ese aspecto, Justified demuestra por qué cumple con lo que una serie debería prometer. No sólo sitúa a su protagonista en el centro de la acción, sino que incluso se permite cuestionar ese prejuzgado protagonismo. Walton Goggins encarna al tragicómico Boyd Crowder en una especie de doble juego donde prueba a ser némesis y nunca deja de resulta un agradable conversador. En realidad, la trascendencia del villano se encuentra en la coba que pueda darle al héroe, aunque aquí los papeles no están del todo claros. Como si de un gran regusto a western se tratara, ninguno asesina por fervor a la muerte. Tampoco expresan sus razones ni justifican lo que hacen, porque realmente no lo está. Nada lo está en Harlan.
La primera temporada se nutría de la necesidad de dar lustre a un personaje que sonaba a calco del Clint Eastwood más caricaturesco y propio de sus colaboraciones con Leone, para que la trama decidiera avanzar y ahondar tanto en sí misma como en aquellos animales criados en las colinas de ese condado tan maravillosamente hostil. En su ahora sexta temporada, procura equiparar su habitual ritmo imprevisible con la melancolía de la arena alzándose contra la puerta de las tabernas. La muerte comienza a tornarse en parodia de la vida, y su abundancia no hace más que resaltar el reflejo de la calamidad que en aquellos clásicos se respiraba. Pero ahora el viejo sheriff de antaño no es el joven que dibujaron al principio de la serie. Los años han pasado por un carácter que en un momento fue terco, irreverente e infantil, para ahora pasar a ser sólo terco e irreverente. Ni la muerte se sopesa como causa de remordimiento, ni la vida como motivo de alegría. Este marshal se ha evadido de la paternidad (tanto una como la otra) y de la propia responsabilidad para no sentir que, de ser efectivamente humano, tuviese que ejercer el rol que en su día tomó su propio padre. La ética profesional del policía queda en entredicho en más de una ocasión, y la empatía con el ladrón llega a alcanzarse hasta tal punto que la balanza prácticamente iguala ambos papeles como el de uno solo. Harlan, ante todo, respeta, en una especie de mancomunidad tradicionalista, la necesidad de ver a sus hijos correr por sus colinas independientemente de los caminos que han tomado en la vida. El matriarcado de los Bennet que asoló la segunda temporada fue una prueba de ello, y los repudiados gangsters del norte, también. Raylan yace, en medio, pensativo sobre si abandonará su lugar natal caminando hacia el amanecer, y la realidad, en más de una ocasión, zarandea sus convicciones, aunque el personaje creado por Leonard jamás deje ver que, detrás de sí, pueda haber algo más que una máquina de matar.
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