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Crítica de Danza
KASPAR HAUSER. EL HUÉRFANO DE EUROPA. Ciclo de Danza. Teatro Echegaray. Fecha: 22 de octubre. Compañía: La Phármaco. Creación, dirección y dramaturgia: Luz Arcas y Abraham Gragera. Interpretación: Luz Arcas Composición e interpretación musical: Carlos González. Aforo: Unas 300 personas (lleno).
La aparición a comienzos del siglo XIX del enigmático Kaspar Hauser, un muchacho que había pasado la mayor parte de su vida solo en un bosque, sin contacto con eso que llaman civilización, llegó como anillo al dedo justo con los estertores de la Ilustración debatían en torno al mito del buen salvaje. Sobre el joven, que seguía conductas más propias de los animales con los que se había criado, empezaron a correr todo tipo de leyendas respecto a su posible condición de hijo bastardo de algunas casas reales europeas y hasta del mismísimo Napoleón. Después de una existencia de tormentos, sometida durante muchos años al cautiverio y documentada por quien se hizo cargo del adolescente, Anselm von Feuerbach, Kaspar Hauser murió en condiciones no menos enigmáticas. A partir de entonces comenzó a ser conocido como el huérfano de Europa y dejó tras de sí una leyenda apta, en su carácter simbólico, para una reflexión en torno al continente a través de sus desechos. La compañía de danza La Phármaco re-construye a Kaspar Hauser en su último espectáculo y, si bien su propuesta no renuncia a cierta lectura histórica en clave cultural (el título ya es una declaración de intenciones al respecto), su desarrollo se detiene mucho más en las afueras de lo humano desde las posibilidades que ofrece alguien como Kaspar Hauser, que careció de cualquier tipo de referente, así como de lenguaje y de los más elementales usos.
Después de la coreografía colectiva que fue el anterior trabajo de La Phármaco, La voz de nunca, en Kaspar Hauser la malagueña Luz Arcas regresa a los territorios del solo con la única compañía en escena del músico Carlos González. A partir de aquí, el montaje transita por esferas de construcción y deconstrucción en la proyección de una criatura que se descubre exenta de lo humano, como si acabara de salir de la caverna platónica para descubrir al otro lado una verdad que le revela, de manera insostenible, todo lo que le ha sido negado. En una asombrosa materialización de registros y matices, unas veces violentos y afilados, otras de una ternura conmovedora, Arcas articula a Kaspar Hauser desde tan riguroso exilio para ofrecer al público un espejo en el que reconocerse con una fidelidad inédita. La bailarina se arrima a la contemporaneidad para evocar la memoria de alguien que no distingue entre seres y vivos y seres muertos, aupada a lomos del único elemento escenográfico distinto de ella misma: un enorme caballo de madera mecido para una infancia que no es tal y, sin embargo, únicamente sabe perpetuarse. El conjuro de elementos kathak es en los pies de Arcas una concreción del desconcierto: el paso roto, el camino perdido, la boca aún más muda ante la contemplación de un cielo plagado de estrellas.
Carlos González refuerza al piano y la percusión los mismos senderos de construcción y deconstrucción, en una fabulosa sincronía, con un (anti)discurso que se alza desde Mahler para hundirse en el código barroco de Scarlatti. Ese algo que nunca nadie pudo decir jamás es lo que Luz Arcas, mientras tanto, baila. Para hacernos sentir humanos. Nosotros.
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