El amor según Haneke
Drama, Austria-Francia-Alemania, 2012, 144 min. Dirección y guión: Michael Haneke. Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, William Shimell, Ramón Agirre, Rita Blanco, Alexandre Tharaud, Laurent Capelluto, Carole Franck. Música: Franz Schubert, Ludwig Van Beethoven, Johann Sebastian Bach. Fotografía: Darius Khondji. Cines: Albéniz, Vialia.
Haneke me produce una impresión parecida a Celine, un maestro de la palabra cuyo discurso me repugna (aunque, a diferencia de Celine, albergo serias dudas sobre su maestría). En Haneke esta repugnancia no está motivada por los contenidos ideológicos, que en el caso de Celine eran nazi-fascistas, sino por su gratuito tremendismo disfrazado de distanciamiento objetivo y frialdad racional a través de la sobriedad estilística. Se enmascara así una catequesis nihilista que es la proyección -¿sincera?- de una personalidad creativa no sólo atraída por el abismo, sino fascinada por él hasta el punto de convertirse en un apologeta de la perversión y la crueldad. Un apologeta, además, que finge ser su desapasionado notario.
Por eso no ha de extrañar que en el universo de Haneke la palabra amor se traduzca por asesinato. Por compasión, pero asesinato. O quizá ni tan siquiera por compasión, sino por desesperación, por hartazgo, por miedo. Los protagonistas de esta película inteligente y engañosa son dos viejos profesores de música que han tenido una vida larga, desahogada, plácida y colmada de satisfacciones. Y que aún se quieren. O por lo menos han desarrollado una educada complicidad, a veces quizás demasiado cortésmente gélida. Una mañana ella tiene una breve ausencia. Es el primer aviso de una enfermedad devastadora. Haneke sigue su progreso minuciosamente. Pero también con pudor. Su estilo frío actúa como distancia respetuosa en su aproximación al sufrimiento. Menos mal.
A veces se le va la mano en la frialdad y la capa de hielo se hace demasiado gruesa, distorsionando la representación y/o su percepción. Esto sucede sobre todo en las escenas en las que interviene Isabelle Huppert, que interpreta a la hija de los ancianos, ya se trate de la muy artificiosa conversación que mantiene con Trintignant (y que lo envara hasta a él) en su primera aparición o, sobre todo, de la escena -la más "hanekiana" de la película- en la que agobia a su madre casi agonizante con sus problemas financieros y familiares (es curioso el gusto de Haneke por utilizar a esta actriz para interpretar hijas de p…). Tampoco funciona la escena de la visita del alumno convertido en un pianista de fama, aunque desoladoramente torpe en sus pálidas manifestaciones afectivas.
Se muestra torpe Haneke en el tratamiento de los pocos personajes que rompen el aislamiento de los ancianos. El peso de la película recae por entero sobre las excepcionales interpretaciones de Jean Louis Trintignant y, sobre todo, de Emmanuelle Riva. El mérito mayor de Haneke, junto a la sobriedad estilística, es haberlos dirigido admirablemente. Algo deben tener que ver el talento y los rostros erosionados por el tiempo de Trintignant y la Riva en que, por primera vez en su obra, los personajes parezcan seres humanos en vez de máscaras que representan conceptos abstractos. Seres humanos distantes, egoístas y fríos, porque Haneke siempre es Haneke, pero seres humanos al fin y al cabo.
En la representación de la pérdida de facultades y del sufrimiento propio y ajeno que produce, la película roza lo pueril pese a su aparente dureza. Al cruel Haneke, al frío Haneke, al distante Haneke parecen aterrarle las cuestiones más comunes que tienen que ver con la enfermedad y la atención a los dependientes. Reacciona como un pusilánime escandalizado por las realidades del decaimiento físico y de un sufrimiento que, además, no se representa en sus manifestaciones físicas extremas. La vida, como sucede siempre en su cine, está en otra parte, nunca en la pantalla. Y la vida es muchísimo más dura, pero también más luminosa, de lo que esta película refleja. Hay una representación sumamente estilizada, elegante e intelectualizada del sufrimiento. Pero desangrada de vida. Por eso, tal vez, necesite trampear tanto, borrar el mundo, no salir del piso, esquematizar los pocos personajes secundarios y privar a los dos ancianos de toda relación afectiva.
Amour (Amor) impresiona mientras se ve, gracias a la limpieza del encuadre que logra un engañoso efecto de realidad y al poderío de los actores; pero se diluye en la realidad como un terrón de azúcar en té caliente al salir de la sala. Conmociona gracias a sus inteligentes trucos y sus dos actores, pero no emociona. Sólo lo hace en los últimos 40 minutos de más de dos horas de metraje, cuando se humaniza a un Jean Louis Trintignant que por fin pierde el control sobre su miedo (la bofetada) y su amor (la caricia); y cuando el proceso de deterioro arrasa a una Emmanuelle Riva que culmina una de esas actuaciones que parecen desbordar toda capacidad interpretativa. Algo asombroso. De las cuatro estrellas una es para Trintignant y tres para ella.
En el último minuto este aparentemente riguroso narrador, que para evitar toda especulación emocional inicia su película mostrando su final, hace una trampa poética u onírica. ¿Justificación del homicidio? ¿Canto al suicidio? ¿Recurso retórico propio de la apología nihilista? Quién sabe.
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