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Rumor de fondo
En el decimotercer canto de la Odisea de Homero, Atenea decide convertir a Odiseo a su regreso a Ítaca en un anciano para que los pretendientes de Penélope no lo reconozcan: “Arrugaré el hermoso cutis de tus ágiles miembros, raeré de tu cabeza los hondos cabellos, te pondré unos andrajos que causen horror al que te vea y haré sarnosos tus ojos, antes tan lindos, para que les parezcas despreciable a todos los pretendientes y a la esposa y al hijo que dejaste en tu palacio”. La metamorfosis resulta eficaz: Eumeo, el porquero, no reconoce a su señor y se dirige al pobre miserable al que acoge como a un “anciano”. Quien sí reconoce a Odiseo es otro viejo, Argos, su perro: “Al advertir que Odiseo se aproximaba, le halagó con la cola y dejó caer ambas orejas, mas ya no pudo salir al encuentro de su amo, y éste, cuando lo vio, enjugose una lágrima que con facilidad pudo ocultar a Eumeo […]. Entonces la Parca de la negra muerte se apoderó de Argos, después de que tornara a ver a Odiseo al vigésimo año”. En la tragedia que le dedica Eurípides, Hécuba, viuda de Príamo y condenada a la esclavitud por los griegos tras la caída de Troya, se presenta a sí misma como una anciana: “Conducid, oh hijas, a esta anciana ante las tiendas, conducid sosteniéndola a la que es hoy tan esclava como vosotras, troyanas, pero fue antes reina. Cogedme, llevadme, acompañadme, levantadme sosteniéndome de mi vieja mano. Y yo, apoyándome en el curvado bastón de mi mano, me apresuraré a realizar la marcha a paso lento de mis miembros”. En la Antigüedad, los personajes de mayor edad intervienen a veces como encarnación de la sabiduría y la experiencia: es el caso de Pelo, padre de Aquiles; y también de Néstor, rey de Pilos, el más viejo de los aqueos que combatieron en Troya. A menudo, por el contrario, la vejez es signo de marginación, de miseria y abandono, de degradación social en paralelo a la decadencia del cuerpo.
Para Séneca, la senectud es el periodo de los últimos placeres, que considera los más disfrutables: “Las frutas son mejor recibidas cuando están maduras y justo antes de perecer; la juventud es más encantadora cuando está por terminar; y la última bebida es la mejor cuando le da los toques finales a la embriaguez”. Recién alumbrada la Edad Media, Boecio escribe su Consuelo de la Filosofía en la cárcel de Pavía a la espera de su ejecución, condenado por Teodorico El Grande tras haber sido acusado de conspiración. El pensador tiene 44 años, pero la proximidad cierta de la muerte le hace verse a sí mismo como un anciano: “Me dictan estas palabras las desgarradas musas y el llanto baña mi rostro mientras escribo. Al menos ningún terror pudo vencerlas e impedirles hacer conmigo este camino. Ellas, adorno de mi risueña juventud, alivian ahora mi lúgubre vejez”. Algunos siglos después, Ramon Llull define la vejez como derrota consecuente del cansancio: “Por cansancio viene vejez, y torpeza, y despoder en el hombre, que lo tiene al andar y estar quieto, al comer, beber, y obrar, hablar, engendrar, y las demás cosas semejantes a éstas”. Petrarca ve sin embargo el principal signo de la ancianidad en la pérdida de los seres queridos: “Hace tiempo me quejaba en una carta a mi amigo Sócrates de que en el año 1348 de nuestra era me había despojado de casi todos los consuelos de mi existencia con la muerte de mis amigos; a causa de esa pena, lo recuerdo, llenaba todo de lágrimas y lamentos. ¿Qué diré ahora de este año 1361 que aparte de arrebatarme casi todas las demás galas de mi vida se ha llevado lo que más quería y lo único que me quedaba, al propio Sócrates?”
En el Siglo de Oro, la inspiración barroca lleva a escribir sobre la vejez como demostración palmaria del tempus fugit. Muchas comedias reservan papeles secundarios para los viejos, como confidentes, sirvientes y graciosos. Pero dos personajes de este tiempo bien entrados en años ejercen como fundadores, en palabras de Jorge Volpi, del yo moderno. El primero es el Quijote de Cervantes: “Frisaba la edad de nuestro hidalgo los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”. Y el segundo es el rey Lear de Shakespeare: “Aquí me veis, dioses: un pobre anciano, cargado de años y penas, mísero en ambos. Si sois vosotros los que indisponéis a estas hijas con su padre, no hagáis de mí el necio que todo lo soporta mansamente; infundidme noble cólera y no dejéis que esas armas de mujer, las lágrimas, deshonren mi hombría”. Mucho más tarde, el Iván Ilich de Tolstói supera el miedo a la muerte que ha marcado su rumbo final: “Buscó su terror acostumbrado y no lo encontró. ‘¿Dónde está? ¿Qué muerte?’ No tenía ya miedo, porque tampoco la muerte existía ya. En lugar de la muerte veía la luz”.
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