arte

En el azogue de Giacometti

  • La retrospectiva del genial artista suizo en el Museo Picasso es un acontecimiento de relevancia internacional, pero algunos puntos débiles revelan oportunidades perdidas

La trascendencia de un artista como Alberto Giacometti no sólo reside en sus aportaciones constantes, desde mediados de los años veinte del siglo pasado, a una disciplina como la escultura. Esto, ya de por sí, lo sitúa como uno de los grandes escultores del XX, dada la profundidad de esas renovaciones y aportaciones y los aspectos formales y constitutivos sobre los que incidió insistentemente (la decisiva cuestión de la peana o pedestal, la inclusión de armazones o jaulas y la dicotomía entre lo vertical y lo horizontal). Sin embargo, la importancia de Giacometti descansa en que esas variaciones formales no sólo son usadas como ejercicios lingüísticos y técnicos, sino que son el soporte para hacer trascendente su obra; esto es, detrás de sus armazones, que vienen a actuar como figuradas jaulas para los personajes en ellas insertadas, se hallan metáforas de la angustia existencial, tanto como sus características figuras filiformes -la más reconocible- lo son de lo anterior y de cierto carácter de indefensión y vulnerabilidad del ser humano ante el horripilante paisaje y el trauma que había dejado la Segunda Guerra Mundial.

Esto nos conduce a la gran repercusión de Giacometti: él es uno de los pocos artistas -como Picasso- que podría ser considerado un hacedor de espejos. Así es, sus obras parecen espejos en los que reflejarnos, en las que proyectarnos y sentirnos identificados hasta tal extremo que sus desasosegados personajes alargados, tanto como sus pulsionales y violentas metáforas del deseo y la sexualidad de los años veinte y treinta, son, en esencia, retratos del ser humano, de la condición humana inalterable y eterna que nos acompaña -y acompañará- por más que evolucionemos en apariencia. De hecho, ésa es otra de las cuestiones caras a Giacometti: un retrato de lo perdurable, de la esencia y el alma, así como una visión polimórfica del hombre. De este modo, situarse ante sus piezas supone verse reflejado en el azogue de Giacometti. Esos personajes alargados que dominarán su producción desde la mediación de los cuarenta, aunque se aprecian ya en algunas obras surrealistas como Objeto invisible (1934), tienen tan poca materia que parecen estar-hechos sólo de sensaciones y de sentimientos que reconocemos como propios, nos sean más o menos familiares, como la angustia, el desasosiego, la vulnerabilidad, la derrota, la fragilidad, la insignificancia o la indefensión. Sus filiformes seres parecieran ser la metafórica imagen que del hombre reflejara en su Pensamiento 200 Blaise Pascal: "El hombre no es más que una caña, la más frágil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para destruirla; un vapor, una gota de agua es suficiente para matarlo".

En cambio, mucha de su escultura surrealista, fuertemente influida por el arte primitivo (en algunos casos son citas literales con ligeras variaciones como el fálico Objeto desagradable), permite un reconocimiento de alguna afinidad secreta que toma el aspecto de experiencia crucial, como el sexo, proyectando, a su vez, una luz reveladora sobre algunas de nuestras zonas oscuras, haciendo aflorar nociones surrealistas presentes también en este momento en Picasso, como la cercanía de erotismo y muerte o la de placer y dolor. Ejemplos de esto son Objeto desagradable para tirar y Bola suspendida -pieza que novedosamente incorporó el movimiento-, ambas de 1931, teniendo que ser puesta la última en relación con el archiconocido fotograma de Un perro andaluz (1929) de Buñuel, en el que una cuchilla corta el globo ocular, así como con la novela Historia del ojo (1928) de Georges Bataille, ambientada en España y en la que, como en la obra de Giacometti, se solapan las metáforas sexuales en el violento funcionamiento simbólico de los elementos (bola-ojo-vagina y pitón-falo).

Por todo esto, que tan bien se puede experimentar gracias a las 169 piezas del suizo, Alberto Giacometti. Una retrospectiva es una oportunidad única -ciertamente de relevancia internacional- para acercarnos a casi todo Giacometti a través de muchas de sus más importantes obras -verdaderas cimas de la escultura del XX- y, ante todo, disfrutar de una experiencia que puede ser considerada reveladora.

Sin embargo, la exposición cuenta con varios puntos débiles que no minimizan su importancia pero que sí nos hacen intuir que se ha perdido una buena oportunidad en relación a otras cuestiones. De un lado, la ausencia clamorosa de la conocida como escultura horizontal que desarrolló, en paralelo a otros registros y soluciones, en los primeros años 30, mientras que hay un verdadero exceso de la obra de sus últimas décadas, especialmente la filiforme. De otro, los tímidos y quizá anecdóticos o irrelevantes, en algunos casos, ejercicios de contextualización entre las obras de Giacometti y Picasso. En este sentido, y aunque no fuese la finalidad de esta exposición, se ha perdido una gran oportunidad para vislumbrar algunos espacios de convergencia entre ambos. No parece que cuestiones como que sus padres fueran artistas, la formación académica, que se encontrasen desde su juventud en París y que procediesen de países periféricos -hay periferias y periferias- sean coincidencias fundamentales que los vincularan de un modo especial -no más que con otros tantos artistas-. En cambio, siendo Giacometti un autor de acusada angustia vital, y exponiéndose alguna calavera y una cabeza implorante que recuerda forzosamente a Guernica, hubiera sido pertinente la presencia de alguna calavera picassiana de la colección del museo o, incluso, Naturaleza muerta con cráneo y tres erizos (1947); tampoco se insiste en las petrificaciones, ámbito común -piénsese en las bañistas que Picasso hace en Dinard y Boisgeloup a partir de 1928-; como tampoco en el uso de la mantis religiosa como icono surrealista, aunque tan capital imagen giacomettiana no aparece en la exposición (el Museo Picasso expuso durante seis años una extraordinaria Bañista que se metamorfoseaba en mantis); ni algunos besos-violaciones picassianos que, como la mantis, son metáforas de la violencia, el deseo y el placer; el tratamiento expresivo del metal en la escultura, así como cierto carácter grotesco; o la pronta presencia de lo filiforme en Picasso, como en su Monumento a Guillaume Apollinaire (1928).

También, al no insistirse, con contextualizaciones, en el crucial papel del arte primitivo para Giacometti, se desatiende cómo el suizo pudo basarse en piezas totémicas oceánicas, como los mallangaan, para incorporar los armazones; y para sus personajes filiformes, en esculturas votivas y mortuorias tanto etruscas como de las islas cícladas que la revista Documents -la primera publicación surrealista que atendió a su obra en 1929- publicó entre 1929 y 1930.

Tomemos al pie de la letra el subtítulo de la muestra, Una retrospectiva, y diremos aquello de que otras retrospectivas son posibles.

Alberto Giacometti Museo Picasso Málaga C/ San Agustín, 8. Málaga Hasta el 5 de febrero

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