El burlador en los infiernos
Es tiempo de recordar a Don Juan, mito fundamental de la cultura española y arquetipo esencial del libertinaje · Autores como Louis Viardot y Gregorio Marañón afirmaron que el Tenorio fue un caballero malagueño
Hasta no hace mucho, la costumbre de asistir a una representación del Don Juan Tenorio de Zorrilla el Día de Difuntos o su víspera era tan sagrada como la Eucaristía. Las posibilidades de cumplir con el ritual son hoy mucho más remotas, aunque este año se va a producir una curiosa excepción: la compañía malagueña Síndrome Dario pondrá en escena a modo de estreno en el Teatro Echegaray, el martes 1 y el miércoles 2 de noviembre, su lectura singular y abierta del clásico, con el más escrupuloso respeto al verso, música en directo y ambiente desenfadado (el montaje, por cierto, sigue cierta tradición escénica española que tiende a dejar el personaje del caballero en manos de actrices; en este caso, será la gran Noelia Galdeano la que asuma el reto). La agrupación que dirige Ery Nízar ha decidido trasladar la acción de la obra original a Málaga, lo que responde no tanto a un capricho sino a una posibilidad histórica: por más que Tirso de Molina (en el caso de que él escribiera realmente la obra; por el momento, ésta sólo se le puede atribuir) bautizara el mito en 1625 como El burlador de Sevilla, y por más que Zorrilla ambientara su inmortal pieza, estrenada en 1844, en la misma ciudad de la Giralda, historiadores e hispanistas como el francés Louis Viardot y Gregorio Marañón defendieron la tesis de que la familia Tenorio existió realmente y tuvo sus orígenes en Málaga, hasta el punto de afirmar que el mismo Don Juan era malagueño. En realidad, esta interpretación tiene en consideración la imaginería latente en España desde el siglo XVII que insiste en atribuir al caballero una biografía auténtica (otras fuentes lo relacionan con Miguel Mañara, fundador de la Santa Caridad de Sevilla, que pasó a la historia con el sambenito de pecador arrepentido; no obstante, Mañara nació en 1627, dos años después de la aparición de El burlador de Sevilla, por lo que no pudo servir de modelo). Pero aunque en algún momento histórico se tuvieran noticias de un Don Juan Tenorio, malagueño o no, lo que importa de él hoy es el mito, su consideración arquetípica y su pervivencia. Bastante calientes están las cosas últimamente en la cuestión territorial a cuenta del corredor mediterráneo como para ahondar más en la herida a costa de tan apasionante personaje.
Don Juan es una criatura del barroco. La idea de un varón libertino en extremo, sin respeto alguno a la moral, carente de apreciación a la honorabilidad y respetabilidad según la catequesis cristiana y gustoso de coleccionar amantes se impuso en el inconsciente colectivo de la sociedad española del Siglo de Oro, asfixiada por la Contrarreforma y la Inquisición, que indagaban en las miserias más privadas en busca de argumentos para descubrir y castigar a los infieles. Ya en la segunda mitad del siglo XVI, cuando Roma encarga a Felipe II hacer de España la salvaguardia del Catolicismo en una Europa que parecía entregarse a la causa de la Reforma, la privacidad fue precisamente sacrificada en todos los órdenes sociales y culturales: la vida se hacía hacia fuera, las plazas de los pueblos y ciudades se convirtieron en grandes escenarios donde cada uno interpretaba su papel y todas las celebraciones religiosas y civiles tenían lugar al aire libre, lo que originó todo tipo de tarascas, coronaciones, desfiles y procesiones. La invocación de la intimidad bastaba para merecer la sospecha de ser morisco o judaizante. En un contexto como éste, la figura del libertino que campaba a sus anchas de cama en cama adquiría proporciones míticas. Pero Tirso de Molina (¿o fue Andrés de Claramonte?) pone al burlador en una encrucijada moral a través de la figura del Convidado de Piedra: todo hombre, al final de sus días, tiene que dar cuenta de sus pecados (el contraste entre gozo y culpa, falta y condena, muerte y vida, es también típicamente barroco).
A pesar de su naturaleza española, el éxito de Don Juan fue tal que apenas tardó en hacerse universal. Ya en 1665 Molière lo convirtió en un personaje cómico: extrajo de su arquitectura cualquier tipo de consideración moral y lo redujo a mero seductor pícaro. Con ello, el autor de Tartufo se garantizaba un nuevo éxito en su objetivo, ferozmente clasicista, de despojar al teatro francés de una influencia española que venía siendo decisiva desde el siglo XVI a través de dramaturgos como Pierre Corneille. Cuando José Zorrilla estrenó su Don Juan Tenorio en 1844 no admitió más influencia que la de Tirso de Molina, pero para entonces la nómina de escritores que se habían aproximado al mito incluía a Deschamps, Goldoni, Lorenzo da Ponte (autor del libro de la ópera de Mozart Don Giovanni), ETA Hoffman, Lord Byron, Pushkin, Dumas, Merimée, Espronceda (en El estudiante de Salamanca) y Kierkegaard. Después lo harían Baudelaire, George Bernard Shaw, Valle-Inclán (a través de su inefable Marqués de Bradomín), Leroux, Azorín, Jardiel Poncela, Unamuno, Benavente, Ingmar Bergman, Torrente Ballester, Derek Walcott, Peter Handke, José Saramago y otros muchos.
El Don Juan Tenorio de Zorrilla es, además de una pieza clave del breve periodo romántico español que confía la redención del mito a la imposibilidad de consumar un amor apasionado, un verdadero hito en la historia de la literatura por lo inabarcable del lenguaje que asume, en el que se dan cita los registros más altos y los más canallas. Esta síntesis es reflejo de la del mismo Don Juan: todos los hombres parecen, aún, convivir en él.
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