cine/música

En busca del preludio perdido

  • El documental 'Coda', de Stephen Nomura Schible, sigue al japonés Ryuichi Sakamoto durante la preparación de su último disco, 'Async', mientras el compositor se recupera de la enfermedad

Async (Milan, 2017) era el disco de regreso de Ryuichi Sakamoto (Nakano, 1952) tras cuatro años de silencio y apenas un par de incursiones en el cine (El renacido, Nagasaki: memories of my son), un silencio dictado por la enfermedad (un cáncer de garganta) y su proceso de recuperación a caballo entre Nueva York y Tokio, las dos ciudades de residencia del compositor japonés.

Un periodo de reflexión y balance al que este elegante y pausado documental de Stephen Nomura Schible da forma a través de un retrato íntimo del músico en su taller y un viaje de ida y vuelta desde los primeros pasos al frente de la Yellow Magic Orchestra, uno de los grupos pioneros del pop electrónico en Japón, a su solitaria y concentrada experiencia con los sonidos cotidianos (de la calle a los bosques, de la lluvia al tráfico) que, grabadora en mano, iban a formar parte esencial de las texturas de este último proyecto discográfico que busca su esencia experimental en el encuentro entre el caos y la armonía, entre la naturaleza y la tecnología.

Coda recoge así una trayectoria ejemplar en la música contemporánea, la de un creador siempre inquieto y en constante transformación y búsqueda, la de una sensibilidad artística excepcional y cosmopolita que ha encontrado además en las raíces de la cultura japonesa, en la relación entre el hombre y la naturaleza, la materia prima para un doble discurso estético y político en el que también tienen cabida el compromiso con causas como la ecología, el antibelicismo o el cierre de las centrales nucleares, especialmente después del desastre de Fukushima, a donde lo vemos viajar para dar un concierto y, de paso, recuperar un piano desafinado y "melancólico" que se libró milagrosamente de las inundaciones tras el tsunami.

En su estudio de Nueva York, situado en el sótano de su casa, Sakamoto se sienta al piano y frente a los secuenciadores para interpretar un preludio coral de Bach y buscar una posible traducción para su nuevo trabajo. Se trata de dar con una música trascendental, universal, profundamente humana y espiritual, una música perpetua y cinemática que quede suspendida en el tiempo luchando tenuemente contra el silencio, como en aquellas películas de Andrei Tarkovski (El espejo, Solaris, Stalker) que se han convertido para el japonés en universos y paisajes sonoros de referencia.

Acompañamos a Sakamoto en ese proceso de trabajo diario, rodeado de libros, discos y películas, cuadernos de notas, sintetizadores y mesas de mezclas, de teclados e instrumentos de percusión, lo vemos disfrutar casi como un niño, después de tantos años, ante el descubrimiento de ese sonido buscado, de un nuevo matiz que le permita ese juego de constante integración de elementos dispares que ha sido siempre su modus operandi como compositor.

Un retrato pop de inspiración warholiana cuelga de la pared del salón. En él vemos a un joven Sakamoto con pose de estrella pop. Era los tiempos del sintetizador, los colores chillones y la furia, aquellas décadas de los 70 y 80 que lo convertirían en un icono popular en su país y le granjearían las primeras giras internacionales con la Yellow Magic Orchestra. Poco después vendría el encuentro con el cine de la mano de Nagisa Oshima, que en un principio sólo lo quería como actor junto a David Bowie para Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983). Un joven e impetuoso Sakamoto negoció con el maestro de la nuberu bagu para hacerse cargo también de la banda sonora, cuya melodía principal forma ya parte del repertorio más tarareable de la música de cine contemporánea. Después vendría el determinante encuentro con Bertolucci en El último emperador (1988), con el que, junto a David Byrne y Cong Su, ganaría el Oscar a la mejor banda sonora, un encuentro (del que vemos aquí unas estupendas imágenes de la grabación de la música con Sakamoto dirigiendo la orquesta) que se prolongaría con sendas y elegíacas partituras para El cielo protector (1990), a partir de la novela de su admirado Paul Bowles, y El pequeño Buda (1994).

Aquellos años 90, aquí no casualmente eludidos, fueron los del esplendor y la gloria, los del cine y los discos de baile, los de las sinfonías olímpicas, el multimedia para las masas y la world music empaquetada de lujo.

El Sakamoto de hoy, sereno y lúcido a los 66 años, parece alejado de aquellos coqueteos con la épica, el romanticismo orquestal y el prestigio de los grandes premios. De vuelta a su estudio, lo vemos acariciar unas vasijas blancas de porcelana y mezclar su sonido con el de los secuenciadores sometidos a un ruido sintético, como también mezcló el del agua helada del Ártico ("el sonido más puro del mundo") o los de la selva y los ríos africanos. El compositor sonríe, parece haber encontrado algo nuevo, una textura insólita, expresiva e inesperada, un nuevo sendero para seguir avanzando.

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