Y su casa en todas partes

Crítica música

Pablo Bujalance

16 de marzo 2010 - 07:28

Hay conciertos en los que decididamente se echa de menos una copa en las manos. Ayer me habrían venido de perlas ciertos elixires para rajarme la garganta mientras Pasión Vega cantaba Ojos verdes, pero los protocolos tienden a sofocar estos arrebatos de autodestrucción. He visto a Pasión Vega varias veces en concierto y siempre, en cada ocasión, he sido testigo de cómo esta mujer levanta pasiones enardecidas: hombres que pierden el juicio y arrojan sus chaquetas al escenario para que las pise, señoras que depositan a su pies ramos enteros de las rosas más caras. En el Cervantes no faltaron reacciones vivas, esporádicas, ausentes de complejos y a menudo llevadas por los demonios: al calor de la voz de esta cantante, la gente se considera libre para invocar a la Virgen, levantarse de sus butacas a la primera de cambio o saludarla con los vítores más originales. Y, aunque confieso que en ocasiones anteriores mi paisana ha logrado sacarme pellizcos más sangrientos, seguramente no pude tener mejor manera de terminar el lunes; y eso que, insisto, su concierto, sus canciones, sus historias y el bendito timbre de su voz me movieron a un terreno parecido al de la melancolía, al del desastre asumido como la caída de la hoja en otoño. Cuando ella cantaba Ojos verdes estaba perdiendo algo importante, y me imagino que yo ya lo había perdido. Por eso, en resumen, Pasión Vega es una artista felizmente madura, completa, que ya no promete nada ni resiste comparaciones, porque es capaz de mover un corazón al límite exacto de sí mismo. Decía María Bethania de Milton Nascimento que su voz es la demostración más evidente de la existencia de Dios; yo digo que la voz de Pasión Vega demuestra con creces la existencia del dios pequeño, bellaco y traicionero que a veces me deja sin palabras.

Atravesó Pasión Vega la primera parte de su concierto vestida de blanco con su mejor repertorio latinoamericano: arrancó con un estremecedor Mirando al sur entonado a capella en el mismo patio de butacas, y ya en el escenario sonaron otros clásicos como El jinete de José Alfredo Jiménez (reivindicado también recientemente en el mismo teatro por Lila Downs) y un genial recuerdo a Chabuca Granda con una deliciosa Fina estampa mecida por colombianas. La malagueña demostró su inmenso acierto al arrimarse a estas orillas, bien respaldada por una orquesta en la que volvió a destacar su mano derecha y compañero más antiguo en menesteres musicales, el guitarrista José Juan Pantoja, además del fantástico Tito Cartechini al bandoneón. De aires porteños se vistió precisamente María la portuguesa, ya de rojo, con un tramo dedicado a la copla en la que se sucedieron La Lirio, la citada Ojos verdes, Y sin embargo te quiero y, de nuevo en memoria de Carlos Cano, Habaneras de Cádiz. Todo ejecutado con un equilibrio pasmoso, una afinación perfecta, un sentido dramático proverbial. Canciones como Nana para un rey y Teresa acentuaron el sabor de la noche, dulce y dolido, humano. Pasión Vega ha hecho del mundo su casa, para regocijo de quienes esperamos muchas más alegrías de su boca. Incluso con la nuestra seca.

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