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Cultura

La consagración del arenque

Ah, pongámonos serios. Ésta es la primera crítica que reciben los de Teatro Malandro en España, casi nada. Aunque, bien mirado, quizá convenga recordar a Brecht, que propuso una borrachera descomunal con El señor Puntila y su criado Matti mientras esperaba con el agua al cuello que los nazis no entraran en Finlandia. Vale entonces, me apunto al brindis: la versión de Omar Porras es una melopea de imaginación (parece que hay gente que se toma a mal el hecho de que incluya este término; volveré a repetirlo: i-ma-gi-na-ción, hoy milagrosa por escasa en el teatro, la literatura y toda expresión que se digne a llamarse arte), un festival dionisíaco de color y música, una algarabía de diversión y comunión entre actor y espectador, una tajá de órdago para caer dos veces por el mismo barranco y volver a casa lleno de moscas (gracias, Chiquito). En fin, cuando alguna vez he hablado de imaginación me refería a lo que Malandro levantó ayer en el Cervantes: la posibilidad de invertir tiempo y espacio, sensación y percepción, a partir de un texto, pongamos del sacrosanto Bertolt Brecht. El mundo que inventa Omar Porras es genuino y libre, maravilloso y fértil, embriaga como el vino y alegra como la amistad. En sus dominios no hay más opción que sentarse a beber. Bebamos, dijo Brecht. Y los esbirros de Hitler llegaron a Helsinki.

La puesta en escena, deudora en principio de la Comedia del Arte (recuerda a los primeros trabajos de Els Joglars, aunque con bastantes más medios), descansa, más que en el expresivo vestuario o el ritmo vertiginoso de la narración, en el trabajo de los actores, entendido como un vehículo de transmisión teatral. No es una perogrullada: el sentido dramático no se atribuye tanto al texto como a los gestos, equilibrios, coreografías, canciones, máscaras y demás recursos que los intérpretes emplean en la construcción del montaje. Igualmente, es en la exageración con que los personajes se mueven y actúan donde aparece con más nitidez la lucha de clases, traducida desde el instinto brechtiano. El motor de la Historia: el arenque es motivo de asco para unos y objeto de consagración diaria para otros. Y, aunque el pez sea el mismo, el muro entre ambos tipos de estómago es infranqueable. A su salud.

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