Un delirio extravagante
La muestra temporal que inaugurará el Museo Picasso el 22 de octubre, 'El factor grotesco', servirá en bandeja un discurso sobre los muchos caminos que ha tomado el arte, o ha podido tomar, para representar la realidad


La asignación a cualquier objeto de la categoría bello o feo es un producto cultural, y por tanto conforta a quien la practica una sensación de pertenencia respecto a una determinada sociedad. De manera tradicional, el término grotesco aparece vinculado a la segunda acepción, junto a connotaciones cercanas al mal gusto, la violencia, lo chabacano e incluso lo escatológico. Pero lo cierto es que lo grotesco, en la historia universal de la cultura, pero muy especialmente en la del arte, se parece más a un imperativo categórico kantiano que, además de lo ético, gobernara lo estético: es inmutable, fértil, íntegro y necesariamente asumible. De todo ello dará cuenta la exposición temporal que inaugurará el próximo 22 de octubre el Museo Picasso Málaga, donde podrá visitarse hasta el 10 de febrero de 2013: El factor grotesco, comisariada por el director del museo, José Lebrero, reunirá más de 250 pinturas, esculturas, dibujos, grabados, libros, documentos y fragmentos de películas realizadas por cerca de 80 artistas, entre ellos Francis Bacon, Louise Bourgeois, Otto Dix, James Ensor, Max Ernst, José Gutiérrez Solana, Victor Hugo, Paul Klee, Willem de Kooning, Roy Lichtenstein, René Magritte, Man Ray, Franz Xaver Messerschmidt, Juan Muñoz, Meret Oppenheim, Pablo Picasso, Richard Prince, Juan Sánchez Cotán, Antonio Saura, Thomas Schütte, Cindy Sherman, Leonardo da Vinci, Bill Viola y Franz West. Una nómina de vértigo para una de las propuestas más importantes del Picasso no sólo de este año, sino de toda su historia, que servirá en bandeja un discurso sobre las muchas posibilidades, algunas aceptadas, otras definitivamente rechazadas, con las que ha contado la realidad para ser representada a lo largo de los últimos seis siglos.
Ya explicó con detalle Umberto Eco en Historia de la belleza, pero más y mejor en Historia de la fealdad, que ambas categorías son mutables y que por tanto cambian, especialmente en función del tiempo. Lo que en una determinada época merece la etiqueta unánime de feo puede pasar a ser considerado bello en la siguiente, con absoluta naturalidad, sin necesidad de nuevas hermenéuticas ni de cambios de paradigma. Toda obra de arte emprende un diálogo con quien la observa y a la vez reclama un juicio, y la sentencia también se modifica de un ojo a otro. Pero lo que resulta ser tan viejo como el mismo arte es la intuición que mueve al artista a deformar la representación de la realidad más allá de sus márgenes socialmente aceptados con el fin, precisamente, de alcanzar una representación más fidedigna de la realidad. Y en esta deformación consiste lo grotesco, un valor que, según lo dicho, no cambia ni siquiera con el paso del tiempo, y que plantea un diálogo con el testigo que a la vez se resuelve siempre de la misma manera: con la asunción de lo extraño y la incomodidad que infiere el reto.
El término grotesco, del italiano grottesco, entronca con los orígenes de la civilización occidental y hace referencia a las grutas en las que los antiguos romanos gustaban de realizar pinturas decorativas exageradas, a menudo caricaturescas, pródigas en intención satírica. El hallazgo de estas antiguas pinturas en el siglo XV, en pleno Renacimiento, causó un verdadero furor y de inmediato fue imitado hasta la saciedad por los mismos que admiraban la simetría de las formas en la naturaleza y que veían en la pulcritud del ángulo la preclara intención divina. Por eso resulta altamente ilustrativo (además de prestigioso) que el Museo Picasso haya incluido en su exposición un dibujo de Leonardo da Vinci como ejemplo del arte grotesco, ya que fue en el Renacimiento cuando el significado del mismo quedó definitivamente acuñado (insistimos, hasta la actualidad).
Pero si hubiera que señalar a un padre renacentista de lo grotesco, ése no sería un artista sino un escritor: el francés François Rabelais (1494-1553) trazó con su serie de novelas dedicadas a los gigantes Gargantúa y Pantagruel (tragones, borrachos, malhablados, amigos del exceso, crueles en la batalla y filósofos de alto copete) un paisaje para el nuevo humanismo que reclamaba una Europa desangrada mediante el humor: Rabelais se ríe a carcajada limpia de los estamentos políticos y religiosos de su tiempo que promulgan la ignorancia y con ello reivindica una sociedad y un continente que tengan a sus ciudadanos no por medios, sino por fines. Gargantúa y Pantagruel ejercieron una influencia decisiva en Miguel de Cervantes (que llenó su Don Quijote de referencias grotescas) y todo el Siglo de Oro. Además, las ilustraciones que hizo Gustave Doré para las ediciones del siglo XIX son consideradas uno de los grandes ejemplos de arte grotesco. Si en el Renacimiento el hombre y su entorno natural se convierten en objeto esencial del arte y la literatura, su deformidad esperpéntica se incorpora al canon en igualdad de condiciones.
A menudo se asocia lo grotesco con el término extravagante, lo que resulta etimológicamente interesante. La palabra describe, literalmente, al que vaga fuera, y así a todo el arte que se ha empeñado y se empeña en representar la realidad más allá de los efímeros pactos culturales en torno a la fealdad y la belleza. Sin lo grotesco, en fin, no habría arte, sólo imitación. Lo mejor del espejo son sus imperfecciones.
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