Cultura

El falsete más divino era él

  • Antonio Molina habría cumplido hoy 80 años · Su legado en la copla y el flamenco se mantiene intacto, aunque nadie ha sido capaz de imitar la habilidad de su voz

Convertida en alivio y escape, a veces arrimada a la maestría y otras al escarnio, la música popular española que despertó tras la Guerra Civil tuvo también a sus virtuosos, artistas humildes cuyas cualidades innatas les habrían conducido, en otras circunstancias, por derroteros mucho más selectos, pero que terminaron prestando sus habilidades a la copla y al flamenco, que ganaron así grandes momentos de gloria. El registro vocal de Antonio Molina resultaba abrumador y lo resulta todavía hoy: basta escucharle en algunos de sus discos o películas para comprender que gran parte de lo que un cantante de postín debe aprender acerca de entonación, impostación y respiración él ya lo traía incorporado de casa. En su boca, el falsete se convirtió en asunto de Estado. Hoy, 9 de marzo, el malagueño habría cumplido 80 años. Una oportunidad, como cualquier otra, para recordarle y rendirle homenaje.

El prodigioso timbre de Antonio Molina pudo haberse convertido en carne de cañón para los explotadores de la industria cultural de la época, pero, lejos de quedar en bluf, su ascenso al éxito fue medido y requirió iguales dosis de paciencia y dedicación. Consciente de sus posibilidades, Antonio Molina de Hoces abandonó Málaga y se trasladó a Madrid en 1942, con sólo 14 años. En plena época de los niños prodigio, y por mucho que aún fuera un chaval indefenso ante el mundo, sus virtudes apuntaban a otros territorios. Su primera gran oportunidad tardaría en llegar casi diez años: en 1951 ganó un concurso para artistas noveles en Radio España y participó en su primera película, El macetero. En 1952 firmó su primer contrato serio, como protagonista en el Teatro Fuencarral, pero el mejor aliado de Antonio Molina fue la radio. La difusión de sus canciones extendió su fama por todas partes y pronto aquel muchacho con pinta de debilucho, armado con una voz por la que parecía cantar el mismo Dios, se convirtió en símbolo de una España que necesitaba recomponerse para evitar volver a caer en el foso. De alguna forma, el portentoso falsete prometió en los años 50 el pan que llegaría en los 60 de la mano del turismo: hablarán de nosotros y de nuestro tiempo, nos recordarán cuando todo esto acabe. Antonio Molina no era Maria Callas ni Enrico Caruso, pero pudo haberlo sido. La copla era la moneda de cambio habitual en España y a ella consagró sus formidables agudos.

Ya en 1954 debutó con un espectáculo propio, Hechizo, en el Teatro Calderón. No tardarían en llegar himnos como Soy minero, Soy un pobre presidiario, Adiós, España, Cocinero, cocinero, Dos cruces, Gibraltar, María de los Remedios y Yo quiero ser mataor, retratos costumbristas articulados en una voz que pudo haber conquistado cualquier escenario del mundo. Una filmografía con diez títulos imprescindibles, como El pescador de coplas, El Cristo de los Faroles, La hija de Juan Simón y Esa voz es una mina, completó una de las mejores iconografías españolas del siglo XX.

Antonio Molina murió en Madrid en 1992, víctima de una fibrosis pulmonar que se le había detectado dos años antes, justo cuando recibió un Disco de Platino en reconocimiento a su trayectoria artística. Existe una saga de artistas con su apellido, pero parece que el futuro hablará más de él.

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