Un homicidio en el cementerio
El jardín de los monos
La muerte del sepulturero de Chauoen, un episodio inaudito, fue una tragedia que rompió la tranquilidad y la rutina del pueblo
El cuento de Mohammad y otras historias
Aquel domingo, en el “Chipirón colorao”, comenzamos a comentar los magníficos platos con los que Rafael nos obsequiaba; y cuando estábamos alabando su cocina, Lucio saltó atrás en el tiempo y comenzó a hablarme de Chaouen: Poco tardó en normalizarse la vida en Chaouen después de los alborotos habidos por la consecución de la independencia. Los niños continuamos con nuestras clases en el colegio, mi padre siguió impartiendo sus clases en la escuela que estaba junto a la Gran Mezquita en el zoco, y el pueblo recobró su normal y bulliciosa actividad. Quizá una de las cosas más impactantes para mí era la actividad que se producía en el zoco. Me fascinaban los olores y los colores. Esa cantidad de productos que penetraban el olfato, las especias, tantas y tan variadas que a veces saturaban los sentidos y te sentías mareado. O los productos de cosmética femenina, de los que, el más conocido, era la henna que la usaban las mujeres para pintarse las manos de un color rojizo y para hacerse tatuajes temporales, especialmente para las celebraciones importantes como las bodas (para la tradicional “noche de la henna”).
Uno de los cambios más relevantes para mi fue la ingesta habitual de carne de pollo, o de gallinita moruna, que era pequeñita y riquísima. Cuando en España no se comía más pollo que el de Carpanta, en Marruecos podíamos comerlo a diario. Mi madre aprendió a cocinar platos típicos que, en Chaouen, eran una fusión entre la cocina árabe marroquí y la cocina bereber. Entre los platos que más me gustaban estaba el cuscús, hecho con sémola de trigo acompañada de carne y verduras; el tajine, un cocido hecho en un bol de barro con carnes de pollo, cordero y ternera, y verduras; el briwat que era una empanada rellena de carne y verduras; y, especialmente, la harira, un caldo picante con carne, legumbres (garbanzos o lentejas) y tomate. También hacía mi madre unos pastelillos riquísimos con almendras y miel. Pero, hablando de miel, lo que me volvía loco, era la famosa chupakia que es uno de los dulces más tradicionales y populares de Marruecos, especialmente durante el Ramadán y otras celebraciones como bodas o fiestas religiosas, muy característico por su forma, textura crujiente y su sabor profundamente dulce gracias a la miel. Es una especie de pastel frito que se prepara con una masa que se elabora a base de harina, mantequilla, agua de azahar, sésamo y un toque de canela. La masa se corta en tiras que luego se moldean en una forma de flor o de roseta, que le da su apariencia característica. Una vez frita, la chupakia se baña generosamente en miel caliente y, a menudo, se espolvorea con semillas de sésamo. Una verdadera delicia que, desgraciadamente, no la cocinaba mi madre, pero las vendían en pastelerías y en muchos puestos ambulantes, especialmente durante el Ramadan.
Entre las habituales excursiones por los montes y valles de los alrededores de Chaouen, continuó Lucio, que cuando se enfrascaba en sus recuerdos no había quién lo parase, que hacíamos Miguelín y yo, solíamos ir por los alrededores del cementerio cristiano. Por aquella zona, eran muchas las tierras sembradas de garbanzos, por lo que, en la época en la que los garbanzos ya se había formado pero aún no estaban maduros, solían acudir algunas piaras de jabalíes a comer. Normalmente veíamos familias formadas por un verraco, varias hembras y siete u ocho jabatos y rayones.
La mañana había amanecido calma, aunque sombría y nubosa, con ese silencio tétrico que envuelve los cementerios. Como era domingo quedamos en vernos en la iglesia para la misa de las ocho. Miguelín y yo, Lucio puso voz de Margarita Landi para seguir contándome aquella aventura, nos fuimos, cuesta abajo, por la carretera de Tetuán. La cuesta bajaba hasta el puente Fomento y era famosa por lo empinada y larga. A poco más de dos kilómetros de salir del pueblo estaba el cementerio cristiano y decidimos dar una vuelta por los alrededores para ver si habían bajado los jabalíes a comer en los garbanzales.
Al llegar al cementerio, desde la valla de hierro vimos algo que nos heló la sangre: el cuerpo de la perrita Dora estaba tendido sobre la tierra húmeda, con el hocico torcido y un alambre de acero brillante enroscado en el cuello. Estaba claro que alguien la había ahorcado. Sentimos, aparte de la pena, un shock traumático y la consiguiente alarma. Dora era muy cariñosa y siempre nos recibía moviendo el rabo que era su forma de mostrarnos su alegría al recibirnos ¿Qué desalmado podía haber hecho semejante atrocidad? Pero también nos dimos cuenta que aquello era el presagio de algo mucho peor. El primero en gritar fui yo: ¡Miguelín, Miguelín, mira, la han matado, pobre Dora!
Miguelín, más valiente, con un ademán incrédulo, mucho menos nervioso, demasiado calmado le vi yo, dio unos pasos y se adentró en el cementerio llamando a voces al sepulturero: ¡Sebastián! ¡Sebastián! Nada. Solo el graznido de un cuervo se oyó en el espacio junto al crujir de las hojas secas por nuestras pisadas. Gritando a voces el nombre del sepulturero fuimos acercándonos a su casa con el alma aterrada y más fría que las lápidas que nos rodeaban. Cuando llegamos a la casita de Sebastián, nos percatamos de que la puerta no estaba cerrada, tan solo estaba entornada. Miguelín la empujó despacio, abrió como si presintiera que lo que se iba a encontrar no sería nada agradable. Como así fue. Abrió la puerta a la vez que gritaba ¡Sebastián!, tan solo le contestó el chirrido de las bisagras. Nada más escuchamos. Entramos sobrecogidos a la casa. Dentro olía a humedad y a una especie de vino agrio en el que parecía haberse convertido la sangre. Llegados a la habitación que le servía de dormitorio, nos encontramos con el trágico espectáculo. El viejo Sebastián yacía en el suelo boca arriba, entre el catre y una desvencijada cómoda. La cama desecha, con signos de pelea. La sábana a medio caer sobre su cuerpo, el pecho descubierto con la camisa abierta, la piel gris y múltiples heridas sangrantes en el pecho. El charco de sangre ya empezaba a secarse. En el suelo, un vaso roto y junto a su mano derecha un manojo de llaves ennegrecidas. Los cajones de la cómoda estaban abiertos y todo su contenido revuelto. Miguelín quedó paralizado y yo, asustado, no queriendo mirar el cadáver del desgraciado Sebastián, lo agarré del brazo para arrastrarlo fuera. Fue entonces cuando de verdad nos invadió el pánico. Corrimos cuesta arriba sin detenernos hasta llegar al casino de la Plaza de España, donde gritando, sumamente alterados, contamos lo que nos habíamos encontrado en el cementerio. Tartamudeando, logramos soltar que habíamos encontrado muerto al sepulturero. Debieron avisar a la Mehania porque aparecieron tres mehanis, y uno de ellos, el que comandaba al grupo, comenzó a hacerle preguntas a Miguelín que, al ser mayor que yo, les contestó más serenamente. Después nos hicieron volver con ellos para reconstruir los hechos tal como los habíamos vivido. Los agentes tomaron nota con gesto serio, mientras ya el sol del mediodía caía implacable sobre las lápidas y hacía brillar el acero del alambre que seguía al cuello de la perra.
A la mañana siguiente el suceso, inaudito en un pueblo donde la paz y la tranquilidad es una seña de identidad, que se refleja en su azulada atmosfera, era la comidilla de todo el pueblo. Yo creo, me decía Miguelín, que este macabro crimen, ha sido seguramente el único que se ha producido en Chaouen en toda su historia, y nos ha tocado a nosotros descubrirlo ¿Qué te parece? Y yo pensaba en mi madre. La pobre estaría diciéndose ¿En qué lio no estará metido mi hijo Lucio? Poco después se supo que el móvil había sido el robo. Un robo de unas doscientas pesetas, que eran los ahorros del pobre Sebastián el sepulturero.
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