Algo huele raro aquí

'El factor grotesco' sirve en bandeja al visitante una evidencia incómoda: el monstruo, maldita sea, somos nosotros.

Algo huele raro aquí
Algo huele raro aquí
Pablo Bujalance / Málaga

23 de octubre 2012 - 05:00

El lema que sin asomo de fortuna (no es de extrañar: estaba equivocado) pretendió acuñar Jean Paul Sartre cuando dijo aquello de "El infierno son los otros" ha contado con muchas respuestas a lo largo del posterior devenir del arte, el pensamiento, la literatura, el cine y la cultura. Pero ninguna ha sido tan rotunda y maquiavélica (en el mejor sentido de la palabra, si es que existe) como la de la novela de Richard Matheson Soy leyenda, escrita en 1952 y luego llevada con bastante mal pie a la pantalla. En esta obra, un hombre cree ser el único de su especie en un mundo habitado por vampiros. No queda ni rastro de civilización ni de empresa humana alguna. Los vampiros, claro, se alimentan de sangre, son monstruosos, pérfidos, huelen mal y no se andan con chiquitas. El protagonista, que es científico, busca la manera de acabar con ellos, sabedor de que él, como ser humano, posee la razón y los motivos. Sin embargo, poco a poco empieza a dudar de este presunto axioma. Y lo que primero achaca a un inevitable estado de inestabilidad mental, termina siendo la evidencia: en aquel mundo, los vampiros constituyen la razón y el monstruo es él. Así que el infierno empieza por uno mismo.

Esta evidencia incómoda ha quedado expresada en el arte desde que lo grotesco (que poco tiene que ver con la belleza y con la fealdad, pero bastante con la extravagancia) es grotesco. Pero, si como extravagante lo grotesco ha quedado habitualmente al margen de los discursos estéticos más prestigiosos o, digamos, normalizados, ahora el Museo Picasso se encarga, con enciclopédica ambición, de reunir todo lo posible sobre el asunto. Así que una visita a El factor grotesco es algo endiabladamente divertido, pero también un tanto comprometido en la medida en que uno acepte que el monstruo que sale representado es uno mismo. Y que si algo huele raro ahí dentro, también es uno mismo. Lo que ya es delicado.

El profesor de la Universidad de Málaga Luis Puelles lo explica a la perfección en un texto escrito para el catálogo de la exposición (con una edición a la altura de la muestra) titulado Nada bajo los pies y del que reproducimos aquí un fragmento ilustrativo: " El efecto inmediato de la accidentalidad esencial por la que adviene lo grotesco es la alteración de las formas de la representación, y esta pérdida de la compostura habitual conlleva la desposesión de sí; con el dentro saliéndose sin orden ni medida, con la cabeza donde los pies y con el culo al aire: dando el espectáculo que nada guarda. Presos de la imagen que damos. La representación, deforme y sobrecargada, queda entonces des-hecha, rota y también desechada, aislada, marginada. El suceso de lo grotesco evidencia la falta de fuerzas de la representación para reaccionar dignamente al accidente. Quedamos grotescos cuando se nos ve que no podemos con lo que llevamos, que perdemos el equilibrio, que cargamos - de ahí viene caricatura -con lo que nos pesa demasiado. Y son estas circunstancias las que nos privan de la cualidad de la belleza (de la que lo grotesco es, más que negación fea, pura carencia o enajenación). Lejos de la quietud que funda la armonía, lejos de la nobleza regida por la serenidad, lo grotesco es alteración y desazón, desunión entre dentro y fuera, desposesión del cuerpo por la rotura de las formas".

Aunque cabe referirse a lo grotesco como construcción moderna, lo cierto es que esta categoría es tan antigua como el mismo arte. Parece obedecer, en este sentido, a cierto instinto dirigido hacia la utilidad de la representación humana, por la que ésta aspira a cobrar fidelidad conforme, paradójicamente, su deformación es más evidente y menos sugerente. Numerosas pinturas rupestres presentan rasgos grotescos, y también las representaciones científicas actuales de los homínidos anteriores al Cromañón, del Australopitecus al Neandertal, resultan hoy sabrosamente grotescas, como si la tentación de considerar niveles inferiores de humanidad (rechazada en todas sus formas desde la Teoría de la Evolución) palpitara en la conciencia. En la Antigüedad, lo grotesco fue moneda de cambio habitual a pesar del desprestigio que sufrió entre las clases más pudientes. El mismo Luis Puelles invoca al respecto en su artículo un fragmento de Los diez libros de arquitectura de Vitrubio (siglo I a. C.) en el que el autor descalifica los gustos que condujeron a la Domus Aurea y que reza así: "Nuestros gustos depravados rechazan estos hermosos ejemplos inspirados en la naturaleza; ahora, en vez de representaciones naturales y verdaderas, no se ve sobre las paredes más que monstruos. En vez de columnas, se pintan cañas; los frontones se sustituyen por una especie de grapas y conchas estriadas con hojarascas retorcidas y ligeras volutas (...) Ahora bien, se trata de cosas que no existen, ni pueden existir jamás. Pero estas novedades se han impuesto de tal manera que, por la pasividad del juicio, están haciendo perecer al arte: frente a tamañas falsedades, no sólo no se alza ninguna voz que proteste, sino que es cuestión de entretenimiento el considerar si tales resultan posibles o no".

Felizmente, el arte no terminó. Lo grotesco, claro, tampoco.

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