Crítica de Teatro

Y dos huevos duros

la estupidez

Teatro Cervantes. Fecha: 10 de marzo. Compañía: Feelgood Teatro. Texto: Rafael Spregelburd. Dirección: Fernando Soto. Reparto: Fran Perea, Toni Acosta, Ainha Santamaría, Javi Coll y Javier Márquez. Aforo: Unas 400 personas.

Recordaba hace unos días acertadamente Javier Márquez que el dramaturgo argentino Rafael Spregelburd decidió meterle mano a La estupidez cuando se propuso escribir una obra irrepresentable. Así que a los de Feelgood se les podría colgar aquello de no sabían que era imposible y lo hicieron. O tal vez sí lo sabían pero se atrevieron a ponerle dos huevos a esta tortilla. Sí, tal y como ha advertido el mismo Spregelburd por activa y por pasiva, La estupidez, pieza dedicada a la codicia e incluida en la Heptalogía de Hieronymus Bosch, es una obra rematadamente difícil: lo es por sus más de tres horas de duración, en las que se exige a cinco actores lo que nadie en sus cabales exigiría para dar vida a 24 personajes; lo es por su texto inmenso, larguísimo, con más de cien páginas repletas de morcillas cuyo (sin)sentido depende tanto del contenido como del tono y la intención puestas en cada palabra; lo es por la manera en que se presentan dos (y hasta tres) escenas simultáneas, rompecabezas a prueba de directores serenos y espectadores pacientes; lo es por el modo en que el espacio acotado (una habitación de un hotel de Las Vegas que a la vez es muchas habitaciones) acoge universos muy distintos pero siempre consecuentes; lo es, en fin, porque el esfuerzo requerido para armar una arquitectura semejante exige un trabajo a destajo, también los domingos y fiestas de guardar. La estupidez, que se estrenó en 2000 y que pudo verse hace algunos años (con el montaje del propio Spregelburd) en el Festival Iberoamericano de Cádiz, es todo un clásico contemporáneo al otro lado del Atlántico. Pero ya podemos felicitarnos por la llegada de esta locura al repertorio del teatro español. Por derecho. Con sus dos huevos.

Lo mejor que se puede decir del montaje de Feelgood es que todo aquí está felizmente resuelto. Los cinco actores, en permanente estado de gracia, vapulean el texto, lo digieren, lo vomitan y lo sacuden hasta convertirlo en algo parecido a la vida. Especial mención requiere Ainhoa Santamaría, en quien recaen las morcillas más peliagudas y que logra que uno olvide que está interpretando como pocas actrices llegarían a hacerlo hoy día. Pero no crean, que el cuarteto restante no se queda a la zaga en absoluto: Fran Perea, Toni Acota, Javi Coll y Javier Márquez dignifican el oficio de actor a fuerza de valentía, con una dirección prodigiosa a cargo de Fernando Soto que se vale de cualquier saliente, por ridículo que parezca, para sostener el ritmo endiablado y conducirlo hasta sus últimas consecuencias. Al espectador, como si se asomara a El arco iris de gravedad de Pynchon, le está reservada la experiencia de un trip: al principio uno se pregunta qué puñetas pasa aquí, a qué huele esto, por dónde va a salir la jugada. Luego resulta que la cosa hace cosquillas, el aroma va invadiendo y apetece quedarse. Por último, uno comprende que se está riendo de lo que no debe pero pueden más las ganas infinitas de prenderle fuego a la butaca. Cuando han comparecido todos los monstruos, todos los abusos y todos los excesos, cuando ya parece imposible que quepa más gente aquí dentro, van los de Feelgood y piden dos huevos duros. Para comérselos, maldita sea.

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