El imaginario del Doctor Gilliam
Un libro recorre la trayectoria del cineasta, desde su etapa en la animación y en Monty Python hasta sus últimas producciones
He seguido la carrera de Terry Gilliam con aceptable fidelidad desde los días lejanos de Brazil (1985) y me atrevo a contrarrestar la opinión de que está haciendo menos de cuanto se esperaba de él con otra aún más contundente: en vista de cómo está el patio, lo sorprendente es que esté haciendo tanto. Gilliam se ha empecinado en realizar un cine personal e inclasificable, fuertemente subjetivo, decididamente marciano, tan deslumbrante a priori como intrigante a posteriori, no apto ni para todos los públicos ni para todos los paladares, y esto se paga. Este cine quizás cuente con un número de acólitos no despreciable (tampoco despreciado) que esperan con impaciencia cada nueva entrega; lamentablemente, ningún gerifalte de la industria comparte dicha comezón. Sus muchos tropiezos comerciales y profesionales lo han convertido casi en un indeseable en las altas esferas. No obstante, como dicen las bienaventuranzas, benditos sean los golfos de su calaña, pues de ellos será el corazoncito del cinéfilo.
De ahí que sea tan de agradecer la recentísima publicación de Terry Gilliam. El desafío de la imaginación (T & B Editores), un acercamiento crítico a una obra escasamente prolífica, pero harto fructífera. El libro, coordinado por Juan Agustín Mancebo Roca, realiza un completo recorrido por su trayectoria, desde sus comienzos en el campo de la animación, cuando aún vivía en los Estados Unidos, hasta El imaginario del Doctor Parnassus (2009), su última realización, una de las anomalías más deliciosas de la cartelera de los últimos tiempos. Para evitar que lo llamaran a filas y llevaran a Vietnam, Gilliam trasladó su residencia a Londres y allí se incorporó al legendario grupo de humoristas Monty Python, toda una institución en la televisión británica, que alimentó su vena juguetona e iconoclasta. Bajo la bandera de los Monty Python haría sus primeros pinitos como realizador, al compartir las tareas de dirección con Terry Jones en Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (1974), una desopilante visión de la leyenda artúrica en la que Gilliam reincidiría posteriormente, por su cuenta y riesgo, en El rey pescador (1991).
En unas declaraciones a Gabriel Lerman, Gilliam reconocía: "Estoy mucho más influenciado por los grandes pintores y por los buenos libros que por las buenas películas". No era un alarde. En su contribución al presente volumen, Andrés Maté Lázaro enumera los varios referentes pictóricos reconocibles en su filmografía: "Brueghel, El Bosco, Marx Ernst, Durero y, sobre todo, los surrealistas Magritte y Dalí". Las influencias literarias no les van a la zaga: La bestia del reino (1977), su primer filme en solitario, partía del poema Jabberwocky de Lewis Carroll, y Carroll está asimismo en las entrañas de Tideland (2005), una propuesta radical como pocas. En Brazil (2005) se entrecruzan las alargadas sombras de George Orwell y Franz Kafka, mientras Las aventuras del barón Münchausen (1988) tienen tanto de G. A. Bürger como de Rabelais o Cervantes, y el manchego universal está tras el proyecto, por dos veces frustrado, de El hombre que mató a Don Quijote.
Ésta no es la única empresa desbaratada por los molinos de viento de la adversidad. Al cineasta, por desgracia, lo han dejado en la estacada no pocas veces. En su momento, no consiguió encontrar quien le financiara la adaptación del cómic Watchmen, y cuando dieron luz verde al proyecto, la industria prefirió sentar a Zack Snyder en la silla del director. Incluso cuando ha logrado encontrarlos, las relaciones de Gilliam con los inversores jamás han sido idílicas. En Brazil se peleó con ellos para que le permitieran realizar la película tal como quería; en Las aventuras del barón Münchausen hubo quien se retiró de la producción cuando sobrepasó (con creces) el presupuesto inicial. Estas situaciones han hundido a otros menos tenaces, pero el cineasta, un luchador nato, ha sabido levantarse después de cada caída y salir del bache con la misma inventiva que reivindica en sus historias. Como es sabido, el actor Heath Ledger murió durante la filmación de El imaginario del Doctor Parnassus; Gilliam tuvo que cambiar el plan de rodaje y reescribir el guión para que el personaje de Ledger fuera encarnado contemporáneamente por Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell. Lo más sencillo hubiera sido buscar un sustituto; al multiplicar el rostro del personaje, sin embargo, aumentó exponencialmente las sugerencias del relato.
En general, los protagonistas de Gilliam viven, sin mayores traumas, al margen del sistema (y de las buenas maneras y de la moda) hallando refugio en mundos paralelos o fantasías desbocadas. Su actitud es la de desafío a la normalidad vigente o la de rechazo a una realidad inaceptable, como en Tideland, una fábula a medio camino entre Alicia en el País de las Maravillas y Psicosis: en ella, en medio de un paisaje rural en apariencia idílico, una niña se cobija en su mundo de muñecas, mientras sus padres, dos yonquis muertos por sobredosis, se descomponen en el sitio en que cayeron muertos. Para Gilliam, según confirma Tideland, lo fantástico no es únicamente una materia prima, sino una manera de mirar el mundo, y esta mirada impregna tanto el relato como la manera de contarlo. La situación de pesadilla retratada en Tideland, como señala Isabel Rodrigo Villena, está enfatizada "por un trabajo de cámara basado en reiterados picados, contrapicados, angulaciones y encuadres forzados, que nos obligan a mirar el universo desde su propia óptica alucinada".
Hagamos nuestra la moraleja de El imaginario del Doctor Parnassus, que es la del propio Gilliam: Hay que seguir soñando. Si la vida es sueño como dicen, en el momento en que dejemos de soñar, dejaremos de existir. El espectador debe estar a la altura de dicha premisa y, al entrar a ver una película suya, debe abrir los ojos de par en par, también la mente, y dejar fuera prevenciones y prejuicios. Terry Gilliam, en las vestes de maestro de ceremonias, nos hace un gesto con la mano: Pasen y vean, pasen y sueñen.
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