La invención de la belleza en un escenario
El 'Coppélia' del Ballet Nacional de Cuba es un festín de precisión, técnica más que depurada y humor entrañable
El aforo más que repleto del Teatro Cervantes daba ayer cuenta de la evidencia: había en Málaga ganas de ver al Ballet Nacional de Cuba. Unos, por revivir las ocasiones anteriores; otros, los primerizos, por comprobar hasta qué punto la leyenda es cierta. Pero todos confirmaron que lo que compete a esta agrupación, sabiamente dirigida por Alicia Alonso pero renovada hasta el tuétano por un elenco joven y repleto de coraje artístico, es la belleza, con todas sus letras. Coppélia, verdadera joya de la corona del repertorio del ballet desde la fundación del mismo en 1948, o el Coppélia que pudimos ver anoche, con las coreografías de Arthur Saint-Léon convenientemente remozadas por la propia Alicia Alonso, la arrebatadora música de Léo Delibes y el impagable Doctor Coppelius con su vuelta de tuerca a El hombre de arena de Hoffmann (aunque ayer durante la representación me acordé mucho de La invención de Morel de Bioy Casares; y quizá era yo el solitario náufrago, aturdido e incapaz de digerir tanta belleza; con lo que, a menudo, la postura más honesta era la de dejarse llevar y disfrutarlo), constituye una de esas ocasiones en que la hermosura se traduce en experiencia, y experiencia inolvidable. Coppélia es un reencuentro con la infancia, unas ganas de arrancar a bailar que no sé de dónde salen, una consagración del color como eucaristía, la danza hecha canto. Y, sobre todo, Coppélia es la suerte de haberlo visto.
Conviene destacar tres ideas esenciales del montaje representado ayer en Málaga. El primero es la precisión: bajo su apariencia de puesta en escena artesana se esconde una maquinaria muy bien engrasada que convierte al medio centenar de bailarines (entre el cuerpo, los solistas, los principales y los corifeos: un desfile humano a modo de perpetuum mobile) en una sinfonía ligera y amable pero también eficaz. Las piezas son muchas, pero todas abren sus espacios bajo una escenografía que apela constantemente a la imaginación (como los vestuarios, verdaderamente de cuento) y una iluminación reveladora en los detalles. La segunda es la técnica, asombrosa, más que depurada, de una solvencia pasmosa a pesar de la juventud del reparto (no reñida precisamente con la experiencia: ya sabemos que el ballet es cosas de jóvenes) y deudora de un trabajo de afinación corporal tremendo. Basta recordar las figuras de Ernesto Álvarez, Sadaise Arencibia, Anette Delgado y Dani Hernández para volver a quedarse con la boca abierta, en un perpetuo equilibrio entre el lucimiento y la arquitectura del conjunto. Y la tercera es el humor, entrañable, sereno, nostálgico. Algo puro, diantre, sigue viviendo en cada uno.
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