Se llama Pasión Vega
La cantante malagueña rindió ayer un Cervantes repleto, se sobrepuso a una mala calidad de sonido e hizo suyo el repertorio de Carlos Cano por derecho
Carlos Cano nunca lo supo, pero cuando escribió Abril para vivir lo hizo para Pasión Vega, por más que la cantante, que le dedicó ayer el tema a su hija Alma para desearle la misma libertad que cundió en la Revolución de los Claveles, decidiera aliviar un tanto su melancolía lisboeta e imprimirle un aire de tangos, que si de vivir se trataba lo mejor era sostenerse en el compás. Así que, en el fondo, que Pasión Vega interpretara abiertamente el repertorio del granadino era sólo cuestión de tiempo, aunque ya venía dando anticipos desde mucho antes del lanzamiento de Pasión por Cano, su último disco. Ayer correspondió la presentación del álbum en un Teatro Cervantes con las entradas agotadas y ante un público que, como es habitual, no se corta un pelo a la hora de jalear a la artista; Pasión Vega es una de las nuestras, y aunque ya la hubiéramos escuchado más de una vez cantar las Habaneras de Cádiz correspondía comprobar lo que a todas luces ya era una evidencia: que Pasión es ella, única e irrepetible, con su propio camino y su singular historia, pero que si alguien dispone del don suficiente para actualizar un repertorio tan diverso, rico y a menudo secreto como el de Carlos Cano, ésa es la mujer que nos ocupa. Pasión Vega puso otra noche más el Cervantes boca abajo, pero no fue el de ayer un concierto fácil: la velada transcurrió mecida por sensaciones muy diversas y a menudo contradictorias, siempre vividas a flor de piel. Tratándose de esta artista, las emociones se disparan, y eso no siempre juega a su favor. Pero ayer demostró que no es sólo una gran profesional a la hora de cantar; también, más aún, cuando toca sobreponerse a las adversidades.
Empezó el envite recordando al homenajeado con Danzón del corazón, y bastaron los tientos para advertir la enorme calidad de la banda que acompañaba a la protagonista, con la dirección musical de Josué Santos (al piano y al saxo) y una formación magistral donde destacaron el magistral José Vera al contrabajo, Raúl Marques a la guitarra portuguesa y la trompeta y un cuarteto de cuerda limpio y eficaz que tuvo su mayor lucimiento en Esperando las golondrinas y en una conmovedora Aires de cuna. Málaga, todo hay que decirlo, perdió la oportunidad de reeditar el concierto que una semana antes había ofrecido Pasión Vega junto a la Orquesta Sinfónica Provincial de Málaga en la Alhambra de Granada; quien tuvo que estar al loro no lo estuvo, pero el consuelo servido en bandeja por la agrupación armada para la presente gira, que recreó con habilidad los precisos arreglos de Fernando Velázquez, fue suficiente.
Ya en aquellos iniciales tanteos, no obstante, también hubo ocasión de comprobar que la calidad del sonido no era, ni de lejos, la deseada. Y el público, especialmente el congregado en las zonas más elevadas del Cervantes, manifestó en voz bien alta sus quejas mientras transcurrían los primeros temas. El reproche generó un malestar visible en la cantante ("Ayudadme con esto, por favor", rogó a los técnicos cuando la tensión empezaba a pesar demasiado), quien sin embargo se sobrepuso con autoridad y oficio: el concierto, metido en un pozo con ruido de fondo, no llegó a sentirse bien nunca, por más que los técnicos se dejaran la piel; pero Pasión Vega puso el corazón donde falló el envoltorio y hasta se permitió bromear al respecto cuando ya nadie se acordaba de que aquello sonaba como el infierno. Alacena de las monjas encajó gozosa en su voz acunada de matices, aunque tanto la artista como el público agradecerían, creo, una simple bajada de tono sin que por ello (ni mucho menos) el virtuosismo vocal de Pasión Vega quedara en entredicho. La reina del blues obtuvo un groove de lo más contagioso (insisto: poder ver a José Vera al contrabajo fue de lo mejor del concierto), y El último bolero exhaló su ambiente de bohemia y alcohol tardío. La lógica unión de Dormido entre rosas y La bien pagá excitó notablemente al respetable, pero un servidor disfrutó más el descaro de Las murgas de Emilio el Moro con una Pasión Vega vestida de blanco a lo Monroe. María la portuguesa ganó ventaja con unos fabulosos arreglos jazzísticos, y el Romance a Ocaña sonó a verdad con el equilibrio justo. Llegó luego María se bebe las calles como óbolo imperdonable y otra composición de Antonio Martínez Ares, Soy del sur, actualización del Carlos Cano más político que cierra el último disco, para dar la penúltima antes de Ojos verdes y Habaneras de Cádiz. En fin, que si Pasión hubiera cantado Viva la gracia no habría habido más remedio que saltar el cordón y comérsela a besos. Por derecho.
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