Cultura

El marchamo del cante en una voz

  • Autodidacta e incombustible, Antonio de Canillas lleva media vida de entrega a los cantes de Málaga y al flamenco por definición · La saeta malagueña lleva su nombre y a ella le rinde pleitesía desde hace 50 años

Lleva en los ojos ese poso de sabiduría que define a quienes han vivido lo suficiente como para expresarlo. Antonio Jiménez González (Canillas de Aceituno, 1929) lo hace cantando, su profesión desde hace más de 50 años y su forma de acercarse al mundo. Desde que un buen día osó meterle un martinete "sin pausa" a una saeta, su nombre camina paralelo al de la Semana Santa de Málaga.

"Ya hay una saeta que cantaba Chacón y metía la toná del Cristo. Yo me basé en eso y pensé meter el martinete sin respirar al terminar mi seguiriya", explica Antonio de Canillas, un hombre hecho a la medida de los cantes de Málaga.

Campechano y honesto con su forma de digerir el flamenco, el cantaor mira hacia atrás y recuerda con orgullo los inicios de una afición a la que llegó por pura curiosidad. Escuchaba a los grandes y aprendía con cada disco, un sencillo proceso que ha ido cultivando toda su vida. "Yo he aprendido de todos, porque un compañero para mí es como un hermano", expresa para referirse nada menos que a Manolo Caracol, Antonio Mairena, o Perlita de Huelva, con los que ha disfrutado escenario. Antonio de Canillas comenzó a descubrir ese pellizco en la garganta durante la mili en Melilla. Empezó a cantar para sus compañeros en los ratos libres y a ganar dinero con los regalos que les hacían.

Cuando regresó a la Axarquía compaginó el trabajo en la carbonería de su abuelo con el cante. "Hasta mil pesetas me llegaron a dar en una reunión", recuerda ufano. Pero no todos los momentos fueron tan generosos. El artista no olvida las veces en las que el dinero no le llegaba para pagarse la pensión en calle Santa María y aprovechaba los bares que quedaban abiertos para echar una cabezadita bajo techo.

Sus episodios de mundología se detienen con una sonrisa en la época en la que estuvo trabajando para el circo Imperial de Ángel Cristo padre. Los payasos, funambulistas y demás moradores de la carpa hacían su números, mientras Antonio esperaba con su guitarrista. Hace unos 30 años los apagones durante la función eran prácticamente habituales, y en ese momento su voz surgía como eficaz comodín. A la señal de "¡Niño, llama al cantaor!" acudía el malagueño para entretener al público bajo un farol encendido.

Por esa mismas fechas, ya se recorría la provincia, dispuesto a repartir flamenco alternando tren, coche y mula. "Para llegar de Zafarraya a Los Romanes no había carretera y nos recogían en bestias. Igual de Arroyo Coche hasta Villanueva de la Concepción", resume el artista. Fatigas que compensó luego con sus salidas al extranjero.

Junto al Padre Miguel Rojo se recorrió Austria, Filipinas y Suiza (con su hijo a la guitarra) exportando la misa flamenca. De sus bolos por los hoteles de la costa -"a veces me hacía tres hoteles en una noche", evoca- un empresario le echó el ojo y envío al cantaor a repetir éxito por los hoteles de Holanda. Entre los numerosos premios que atesora, hay uno que aún le sorprende. La primera vez que acudió al festival de la Unión se llevó la prestigiosa Lámpara Minera.

Con la misma energía pero menos trasiego a sus espaldas, Antonio de Canillas continúa sobre los escenarios. El pasado 10 de marzo llenó el Auditorio de la Diputación junto a Gabriel Cabrera, Chaparro de Málaga y Pepito Vargas dentro del ciclo Los Jueves Flamencos. La Semana Grande le llena la agenda de saetas, desde hace 57 años acude todos los Viernes Santos a cantar en Campillos junto a la Hermandad del Santo Entierro, y repite fidelidad con El Huerto, Pasión y Jesús El Rico.

A sus 80 años y después de dos operaciones de rodilla, Antonio se cuida la voz como el más profesional y mima a su público. "Me sigo emocionando. Me gusta entregarme cuando canto", sentencia. Y de casta le viene al galgo. Perdió a su madre a los dos años de nacer, pero aún guarda un grato recuerdo en la memoria. "Las vecinas me decían que mi madre cuando limpiaba y tendía la ropa se la oía cantar flamenco muy preciosamente", rememora con su mirada de agradecimiento.

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