Tribuna | Música

Ludwig

  • Tribuna del catedrático emérito de la UMA y escritor Alfredo Fierro en el 250 aniversario del nacimiento de Ludwig van Beethoven

Beethoven (1770 - 1827), retratado por Joseph Karl Stieler.

Beethoven (1770 - 1827), retratado por Joseph Karl Stieler. / M. H.

No era fácil tratarle, ser amigo suyo. Era huraño, desaliñado, egoísta, tormentoso y no solo atormentado. Aun menos debió de ser fácil amarle. Se enamoró y bien apasionado, a lo romántico, unas cuantas veces, y no fue correspondido con igual amor, con el que hubiera él deseado, solo con cariño, devoción, admiración. Obstaron a ese igual amor no solo las convenciones sociales, barreras clasistas, que se interponían entre él, al fin y al cabo un simple músico, y una amada mujer de muy alto rango (no se contentaba con menos); obstaba también su carácter difícil y altivo.

Doscientos cincuenta años después de su nacimiento en Bonn, diciembre de 1770, no solo es fácil, sino necesario amarle. A él, a su música, le deben nuestros oídos muchas horas de felicidad. En el fervor de este doble y medio centenario resulta tentador calificarle como el más grande, título que solo pueden compartir con él -y no ya disputarle, los grandes no disputan- Bach y Mozart. En verdad no hacía falta marcar 2020 como “año Beethoven” para escuchar su música, que siempre ha tenido audiencia. En el par de siglos transcurridos después de su muerte en 1827, se ha escuchado la música de Ludwig van Beethoven como él jamás pudo oírla: primero, porque más de una vez fue desastrosa la interpretación que de sus obras hicieron en vida suya orquestas y solistas poco preparados y sin ensayar; sobre todo, porque de modo progresivo se fue quedando sordo y al final de su vida solo pudo imaginar y no oír cómo sonaba su música. Y esa sordera suya, que le acerca al otro gran sordo contemporáneo suyo, a Goya, pero mucho más grave en un compositor que en un pintor, despierta ahora en nosotros no ya solo admiración, sino ternura hacia ese hombre, el Ludwig doliente y pasional que había debajo del Beethoven.

Sordera y dolor de oídos no fue el único de los males de Ludwig: dificultades económicas casi siempre, muy mala salud, más de una vez al borde de la muerte, problemas domésticos, familiares, agravados en los últimos años con un sobrino cuya tutela se le encomendó. La suya, en suma, fue una vida nada fácil, rara vez feliz. Muy necesitado de protección, la obtuvo, sí, económica, pero nunca sentimental, afectiva. Nunca tuvo el amor que deseaba, de aquellas a las que deseaba. Seguramente por eso Ludwig o Beethoven, tanto da, es uno de los más grandes cantores del amor. En algunos de sus lieder canta a los amores no correspondidos o imposibles, como fueron los suyos. Sobre poemas de Alois Jeitteles compuso, en plena madurez personal y musical, el ciclo de canciones A la amada lejana. Lejanos fueron todos sus amores. A los 25 años, con texto de Gottfried August Bürger, había compuesto Suspiro de un no amado y Amor no correspondido, anticipando premonitoriamente la que sería su vida sentimental. La letra se complace en la autocompasión del poeta desafecto: ¿por qué, si hay amor por doquier en la naturaleza, solo yo soy olvidado y no amado?

Nunca tuvo el amor conyugal al que dedicó su única ópera, Fidelio, un drama con final feliz, canto ferviente no solo al amor fiel, también a la libertad frente a toda tiranía e injusticia. Precisamente por prever que, autocoronado emperador, iba Napoleón a convertirse en tirano Ludwig o Beethoven le retiró la dedicatoria de su Sinfonía Heroica.

Se sobrepuso Ludwig de manera titánica a sus infortunios, a su sordera, a sus fracasos amorosos

Heroico, titánico, es el Beethoven más rompedor, revolucionario en la música y en el pensamiento, el que no se casa con nadie, no rinde pleitesía a nadie, tampoco a sus mecenas protectores. A uno de ellos le espeta que es príncipe por azar, por nacimiento, mientras que él lo es todo por sí mismo: “Hay miles de príncipes y los habrá, pero Beethoven sólo hay uno”.

Se sobrepuso Ludwig de manera heroica, titánica, a sus infortunios, a su sordera, a sus fracasos amorosos. Con el destino que le golpea se encara en la Quinta Sinfonía y en otras piezas y trata de devolverle los golpes. Hay un momento, sin embargo, avanzada ya la edad, en que parece reconciliarse con la vida: los últimos cuartetos, la música coral de la Novena Sinfonía, tomando ahora la Oda a la alegría de Schiller. En esa misma edad un Ludwig poco religioso, de confesión protestante, compone la Missa solemnis con el texto latino del ritual católico romano. ¿Aspira ahora a la paz, a una reconciliación con Dios, con algún dios? La extrema -beethoveniana- energía del Credo, en el que las voces entran repitiendo compulsivamente “creo, creo”, permiten pensar que Ludwig no tiene a mano, espontánea, ninguna fe. Antes bien, al modo de Unamuno, más que creer, quiere creer.

Dejemos ahí a Ludwig, en su merecida paz, descanso, de santo laico. Lo que pensando en sus poemas dijo de sí Horacio (“No moriré del todo”) se cumple enteramente en él, que sigue vivo -inmortal, así suele decirse- en su música. Su escucha proporciona horas de una felicidad que él apenas conoció.

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