Natalia García Freire: “Pienso en la literatura como en un descenso a todos los abismos”
La autora deja entrar en ‘La máquina de hacer pájaros’ a “lo monstruoso, lo que no se controla, lo que se sale de la norma”.
“Los que escriben no levitan. Todo lo que se nombra pesa. Pesa tanto”, se lee en La máquina de hacer pájaros, el nuevo libro de Natalia García Freire que publica Páginas de Espuma, y más concretamente en Las Lumbres, un relato donde la brutalidad del hombre quiere hacer desaparecer aquello que no comprende. Y, sin embargo, la autora parece contradecirse a lo largo de unos cuentos de hermosura inaudita: Natalia García Freire vuela. En sus historias, en las que los personajes huyen del dolor y la violencia abrazando el delirio, el humor y la inventiva –también una prosa cercana a la poesía– le ganan la partida al apocalipsis.
Pregunta.–En el primero de los cuentos se dice que “los que escriben” sólo recuerdan “lo que los volverá desquiciados”. ¿La literatura es, inevitablemente, un descenso al abismo?
Respuesta.–Lo es. La escritura honesta lo es. La escritura que es inevitable, la que te lleva muy lejos, como dice Marguerite Duras. Uno escribe una oración, luego otra y en algún momento estás metido en una especie de trampa, estás contando todo tipo de cosas que no le contarías a nadie y al mismo tiempo estás intentando esconderlas. Estás frente a vos mismo como abismo porque el lenguaje te revela todo el tiempo, te deja en evidencia. Y el mayor abismo es ese, el lenguaje, uno desciende, cae en la escritura, encuentra cosas que no quiere ver y se atreve a darles paso y a ponerle palabras. Me gusta pensar la literatura como un descenso a todos los abismos, tanto al del dolor, el amor, como el de la risa loca. La escritura y la lectura nos atraviesan, nos desquician, nos mueven, nos devuelven distintos al mundo. ¿No es eso lo más bonito? No entiendo la escritura como algo controlado o contenido, ya bastante queremos salvarnos todo el tiempo de todo. Vuelvo a Marguerite Duras: un libro abierto siempre es la noche. Escribir es el abismo, la noche, el aullido, escribir por no saber balbucear.
P.–Muchos de los personajes son ilusos o locos que tienen que huir de la realidad.
R.–Creo que muchos de esos personajes simplemente se han construido un pequeño delirio que les permite continuar. El humor, como dice Percival Everett, es una manera de sobrevivir. Y yo creo que todos hacemos eso, ¿no? Todos estamos huyendo de la realidad todo el tiempo, pero como vivimos dentro de lo que se considera normal sentimos que la realidad es eso que nos pasa. Y no. Es cierto que hay mucho dolor y mucho de huida en esos cuentos, hay mucha tristeza, una melancolía que no sabría cómo explicar. Quizá es porque yo también huyo cuando escribo, huyo muchas veces de mí misma y luego me encuentro en la escritura con todo lo que soy y no sé qué hago ahí y solo sigo escribiendo porque ya se ha armado algo, hay una trampa en la que ya he caído. Y me río.
P.–Hay en los relatos una sensación acorde con los tiempos, la sospecha de que está llegando el fin del mundo, pero en esas historias la vida siempre acaba abriéndose paso…
R.–Todo el tiempo se está acabando el mundo de alguna forma en algún sitio. Creo que incluso en estos tiempos hay una especie de morbo en lo que rodea al fin del mundo. Hemos estado demasiado tiempo dentro de un lenguaje de la catástrofe, la guerra, del fin de lo que conocemos. Eso nos debilita mucho. Me interesa cuestionar la idea del fin del mundo. En uno de los relatos es algo que un personaje se inventa, puede ser que el mundo fuera de esa casa sea el mismo, pero ellos han caído, han cedido ante ese relato. Yo no quiero ceder ante la idea del fin del mundo, quiero que la vida en todas sus formas siempre se abra paso.
P.–“Afuera hay hombres con los ojos bizcos y babas en la boca”, “viejos con chanclas que se paran en la esquina a verte”. Lo masculino asoma en estos cuentos como amenaza.
R.–Siempre hay amenaza en lo que se ha construido asociado a la masculinidad. Basta con ver lo que sucede en el mundo, la masculinidad más agresiva, violenta, opresora está vivita y coleando, está esparciendo su discurso, uno que da mucho miedo, que busca siempre estar en la cima, poseerlo todo. En los cuentos, no pensé mucho en eso mientras los escribía, hay muchas imágenes asociadas con lo masculino de una manera desagradable, amenazante, escalofriante. Supongo que son imágenes inconscientes que salen de todos lados, de la infancia, de la adolescencia, de ese miedo que he sentido yo, mi madre, mis amigas, mis hermanas, mis abuelas. Cuando escribo no pienso tanto en las cosas, pero cuando ya está escrito veo las repeticiones de motivos, de imágenes, de significados y veo que todo lo que me ha atravesado aparece como restos flotando en el agua.
“Yo no quiero ceder ante la idea del fin del mundo, quiero que la vida se abra paso”
P.–En su mirada un padre se va volviendo niño y un abuelo se convierte en alienígena. Están muy presentes en el conjunto los cuerpos que se transforman, la carne que se violenta y corrompe.
R.–La idea de las transformaciones está en el corazón de toda la literatura, el devenir otra cosa, el lenguaje como forma de entender que somos algo en continua transformación. Roberto Calasso escribió en El Cazador Celeste que hubo uno tiempo en el que todo se transformaba continuamente, “de modo que los hombres no eran necesariamente hombres; podían ser también la forma transitoria de otra cosa. No había intuiciones que permitieran reconocer lo que aparecía. Era necesario haberlo ya conocido, como se conoce a un amigo o a un adversario. Todo sucedía en el interior de un único flujo de formas, desde las arañas a los muertos. Era el reino de la metamorfosis”. Al escribir quiero habitar ese reino de las metamorfosis, los cuerpos que se transforman son la materia del mundo y de la imaginación, muestran el mundo tal como es, no como debería ser, permiten que salgamos de la moralidad humana y que todo entre en juego, lo animal, los cuerpos imaginarios, lo monstruoso, lo que no es controlable, lo que se sale de la norma.
P.–Se dice en el libro que el corazón de un colibrí puede latir setecientas veces por minuto. El mundo de los pájaros, uno de los motivos en los que se ha inspirado, puede ser fascinante…
R.–Mi abuela tenía muchos pájaros, casi siempre en jaulas. En el fondo de este libro late eso: lo que está fuera de lugar. Lo animal que te mira desde una tristeza que ni comprende. El mundo de los pájaros es fascinante también porque está lejos, fuera de nuestro alcance, de nuestra comprensión, no entendemos ese mundo suspendido, mínimo, veloz. Hemos convertido a los pájaros en símbolo, augurio, presagio, revelación. Los pájaros son seres reales y fantásticos a la vez. Son como el lenguaje, está muy lejos, se nos escapa, no se atrapa y lo perseguimos hasta el abismo.
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