Tribuna | Historia

Nuestra República de abril

  • Tribuna del profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Málaga Fernando Arcas Cubero en el 90 aniversario de la proclamación de la Segunda República

Celebración en las calles tras la proclamación de la Segunda República.

Celebración en las calles tras la proclamación de la Segunda República. / M. H.

En su precioso libro Historia mínima de España,-una de las más brillantes y mejor escritas síntesis desde que se publicara la Historia de España de Pierre Vilar-, Juan Pablo Fusi considera que la II República fue no sólo un cambio de régimen, sino “un gran momento histórico”. Traída por un error gravísimo de la monarquía, al entregar el poder al general Miguel Primo de Rivera en 1923, la República fue el primer gran intento de resolver los problemas seculares de España -forma y articulación del Estado, presencia de la Iglesia en la vida político-social, analfabetismo y cultura, atraso agrario y campesino, militarismo, aislamiento internacional, democratización y ciudadanía política para las mujeres.

En este sentido, la II República es, en la historia, el antecedente directo del régimen creado por la Transición tras la muerte de Franco en 1975, y en cierta medida, su memoria, y la de la Guerra Civil como fracaso colectivo, ayudaron, no sin dificultades, a las generaciones coexistentes entonces a construirlo. El pasado se relee continuamente con miradas nuevas, entre otras cosas porque lo hacen generaciones que nada tienen que ver directamente con él. Y, sin embargo está ahí como advertencia para ser tenido en cuenta como elemento de reflexión sobre el presente.

Si las generaciones que protagonizaron la Transición pudieron contar con la experiencia directa de quienes había vivido las dificultades de la República y la Guerra, estas contribuyeron también al clima de reconciliación construido sobre la convicción y la voluntad de que no se volviera a repetir la tragedia vivida. Esas fotos de Carrillo y Fraga, sonrientes y juntos lo demuestran. Ese país no era, afortunadamente, el que alumbró la experiencia republicana. Eso le da más más mérito a los hombres y a las mujeres que, en condiciones de extrema dificultad, trataron de poner en marcha el proyecto de una España moderna y europea, culta y progresiva. En el fondo, además de un programa político, como apunta Fusi, la República encerraba la aspiración moral de la regeneración integral del país. Con el riesgo que conllevaba la confianza excesiva de Azaña -la personificación política de la república- en que la bondad de los fines fuese suficiente para lograrlos en el peor momento de la historia, con una herencia de decenios de atraso y unos enemigos internos y externos formidables.

Somos, en cuanto españoles con historia común, hijos de la República de abril

Mirar a la República bajo esta perspectiva es, pues, un ejercicio que ayuda a construir la ciudadanía actual, a aprovechar la historia de aquel proyecto ilusionante de país como un patrimonio enriquecedor de nuestro presente democrático. Mirar a la República como experiencia, y apreciar sus esfuerzos en medio de la gran tempestad de los años 30 del siglo XX europeo.

Somos, en cuanto españoles con historia común, hijos de la República de abril e, inevitablemente, también de la Guerra Civil y del Franquismo. Las generaciones siguientes, en cambio, son protagonistas de la construcción de la nueva democracia española simbolizada por la constitución de 1978. Y las ultimísimas, responsables de la actual democracia del siglo XXI, sometida también ahora a un tiempo de dificultades. Por eso la reaparición de alguno de los fantasmas de aquél sonado fracaso histórico colectivo, recomiendan volver la mirada al pasado y sus advertencias.

Es a la luz de la historia de la República de abril por lo que nos preocupa especialmente a los historiadores la reaparición de los síntomas que terminaron debilitándola, y poniéndola a merced de sus fuertes enemigos de la primera hora. La polarización y la aspereza apreciable en el actual discurso político y social, recuerda a los dos polos que prepararon el camino a la ruptura de los consensos de aquel proyecto democrático: la impaciencia revolucionaria de las izquierdas, y la destrucción autoritaria de la democracia por las derechas extremas y el ejército. La espiral diabólica imparable, que se conjuró para dinamitar un régimen que hubiera podido adelantar cuarenta años la modernización de España.

La Transición, la democracia lograda, fue, en cambio, volver a andar el camino iniciado en abril del 31, bajo otras circunstancias desde luego, pero una empresa de la misma envergadura que aquella. Sólo que la Transición ha logrado un éxito histórico indiscutible. Ponerlo en duda, o incluso considerarla una traición a la democracia, o lo que es mucho más peligroso y preocupante aún, negar el carácter dictatorial y represivo de la Dictadura de Franco como hace la derecha extrema, es mirar al pasado no como necesaria y útil experiencia histórica, sino con los deformadores ojos del presente.

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