La pérdida como interrogante


PARTIDARIA de una creación que expresara la pérdida sin dar pábulo a la nostalgia, la pensadora Hannah Arendt era proclive a la salvaguarda de lo que el horror contemporáneo había dejado atrás. Es posible que le hubiera agradado, desde su concepto humanizador y mundanizador del arte -si se me permite el palabro- la obra de Adrian Ghenie (1977, Baia Mare, Rumanía), que irrumpió hace una semana en el CAC Málaga. El estreno en nuestro país del joven rumano, que podrá verse hasta el 8 de marzo próximo, exige más de una visita. El tortazo colorista (o tartazo deudor de la cinematografía muda, en palabras de Calvo Serraller) es de tal calibre, de tanta intensidad, que plantea la urgencia de volver a mirar una obra saludada con entusiasmo y en tiempos que tienden a la flema por la flema. Sorprendentemente. Bienvenido sea, pues, un lenguaje sincrético que, a la manera de los cristianos con las festividades paganas, escoge lo mejor de las vanguardias y sus precedentes para poner el retrovisor histórico, en especial sobre el evento que cambió el siglo XX, según asume el propio Ghenie: una Segunda Guerra Mundial en torno a la que el pensamiento ha de seguir girando, probablemente porque no exista la sensación de estar a salvo de un tercer episodio. Así pues, la obra lacerante y evocadora del creador asoma en un período que se caracteriza por la sentada de cátedra y la respuesta fulminante, que se interpone a la formulación de preguntas. Cabe preguntarse qué se perdió en aquella guerra, en los totalitarismos, en los satélites soviéticos de la Europa del Este, la malquerida; no en vano, la infancia de Ghenie transcurrió durante los últimos años de Ceaucescu (ajusticiado y devorado por el terror que él mismo generó), y al dictador está dedicado uno de los momentos más escalofriantes de la exposición. Uno de sus autorretratos -Self-Portrait No. 4 (2010)- es un vómito de rabia frente al dictador rumano, el hombre del saco de Study for Boogeyman (2010): un rostro deformado que somos capaces de recomponer en virtud de nuestro archivo fotográfico mental. Un archivo prescindible para codificar, sin embargo, la figura de Vladimir Ilich Ulianov, en el tránsito hacia el azul eterno de Turning Blue (2008); o la del icónico Hitler, cuyos retratos siembran de inquietud la muestra: acorralando la representación del rostro viejuno e imposible de Van Gogh -Vincent van Gogh as an Old Man (2014) -, reaparece como advertencia de que la barbarie puede devorarlo todo en un segundo. Civilizaciones y personas, monumentos y vidas, Hiroshima y los budas de Bayimán.
The Sunflowers in 1937 (2014) es un enorme lienzo que restaura al loco del pelo rojo, paradigma de la inadaptación al medio, una voz silenciada que es preciso amplificar las veces que haga falta. Arendt -de nuevo- apuntaba esta necesidad y equiparaba al silenciado con el desfavorecido. Pero este respiro moralizador (que no moralizante), encajado en el epicentro de la muestra, se enfrenta espacialmente a lo que el orden nazi tildó de "arte degenerado". En este sentido, este pintor vocacional ("la pintura me eligió a mí", dixit) abunda en la deformación física de un artista que, al igual que él, no fue precisamente precoz, ni falta que le hizo. Ghenie acompaña al holandés en la profusa y desconcertante belleza de Starry Night (2013), así como en la serie de cuadros On the Road to Tarascon; en el tercer shot de este viaje, seca los campos de girasoles, violentando el paisaje otoñal con idéntico nervio que en Charles Darwin at the Age of 75 (2014), primera bofetada visual que recibe el espectador. Y no la última. A no ser que, en una inesperada clausura, las luces se apaguen y resulte imposible asistir al funeral de Duchamp que Ghenie había escenificado en su cuadro. Habrá que prepararse para un tercer guantazo, entonces.
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