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Blanca Portillo. Actriz y directora

"Se ha perdido la oportunidad de forjar en España una identidad cultural"

  • La intérprete regresa al Teatro Cervantes los próximos viernes 19 y sábado 20 con 'El testamento de María', la obra basada en la novela de Colm Tóibín que le valió su quinto Max.

Por más que el cine y la televisión sigan reclamándola como garantía inestimable, Blanca Portillo (Madrid, 1963) es una de las mayores valedoras del teatro español contemporáneo. Basta recordar sus trabajos en los últimos años, desde La avería (2011) y Don Juan Tenorio (2014) como directora hasta Hamlet (2009), Antígona (2011) y La vida es sueño (2012) como actriz para refrendarlo. El próximo viernes 19 y el sábado 20 llega al Teatro Cervantes con El testamento de María, la obra dirigida por Agustí Villaronga a partir de la novela de Colm Toíbín que le valió su quinto Premio Max.

-¿Qué le ha permitido aprender un personaje como esta María a una actriz como usted, con tanto y tan diverso ya hecho?

-Muchas cosas. Desde el punto de vista profesional, esta obra me ha permitido trabajar por primera vez sola en escena, sin estar arropada por otros actores. Y ahí las sensaciones se multiplican porque percibes la crítica del público de manera directa, sin intermediarios; así que la responsabilidad es mucho mayor. En cuanto a lo personal, María es un personaje que deja una lección fundamental: en un momento dado le dan la oportunidad de pasar a la Historia, pero ella la rechaza. No quiere ese reconocimiento, no aspira a parecer una heroína, ni echa balones fuera. Tampoco quiere borrar lo que ha hecho mal. Lo asume todo hasta las últimas consecuencias.

-¿En qué medida es esta María una construcción política, como arquetipo de individuo que toma posición ante la Historia?

-En una medida muy notable. La obra denuncia que la Historia nunca la escriben los protagonistas, sino gente que está fuera, que no ha vivido lo que está contando. La tergiversación se hace norma en este sentido, mientras que a los verdaderos protagonistas sólo les queda el olvido. María es la madre de un joven radical y esto le hace sentirse diferente. Su hijo llega a morir por defender sus ideales, y María, con toda la humildad del mundo, se pregunta si realmente merece la pena sostener una idea hasta el extremo de pagarlo con la vida.

-Lo que habla de la tergiversación de la Historia reviste una clara lectura en el presente, aunque hoy todo se escribe y se consume a una velocidad mucho mayor.

-Así es. No hay más que ver cómo una misma noticia se cuenta de maneras tan distintas en diferentes periódicos, en virtud de los intereses que haya en juego. María ve cómo gente que ni siquiera conoció a su hijo se atreve a contar su vida cambiando lo que consideran conveniente a sus intereses. Y esto le produce mucho dolor.

-Sus trabajos como directora, en obras como La avería y Don Juan Tenorio, son especialmente contundentes. Cuando interpreta como actriz para otros directores, ¿le cuesta mantener callada a la Blanca Portillo directora?

-No, llevo eso bastante bien. Digamos que la Portillo actriz y la directora viven en pisos distintos y no se molestan la una a la otra. No siento ninguna especie de tentación de dirigir cuando estoy en manos de otro; al contrario, es una experiencia que me encanta, me gusta contribuir a que el director encuentre justo lo que andaba buscando. No te negaré que si yo hubiera dirigido El testamento de María el resultado habría sido distinto, pero el trabajo de Agustí Villaronga ha sido desde luego estupendo, y he disfrutado mucho compartiendo con él así esta experiencia.

-Villaronga procede del cine, un medio que a usted no le resulta precisamente ajeno. ¿Les facilitó compartir esto una mayor complicidad en los ensayos?

-Sí, así es. Algunas cosas en El testamento de María son muy cinematográficas, y para montarla Agustí ha pensado mucho en imágenes. Él aceptó dirigir esta obra con mucha humildad y, dado que yo llevo treinta años metida en el teatro, no dudaba en consultarme muchas cuestiones. Pero sí, eso que dices de la complicidad es cierto. En la obra, por hay ejemplo, hay muchos flashbacks, y al trabajar con ellos nos entendíamos perfectamente gracias al cine, cada uno sabía lo que quería decir el otro de manera intuitiva.

-Algunos actores que han trabajado a sus órdenes aseguran que es usted muy exigente. ¿Se debe esto a que la actriz a la que más exige es usted misma?

-Es verdad que soy muy exigente cuando trabajo, pero es que entiendo que para dedicarte a estos tienes que traspasar ciertas líneas. Nunca me quedo con lo primero que me da un actor porque esto, generalmente, nunca es lo mejor que ese actor puede dar de sí. Hay que rebuscar, indagar, probar mucho, no conformarse nunca. Me gusta trabajar con mis actores en las antípodas, llevarlos al extremo opuesto de lo que hacen, porque eso es algo que me gusta probar a mí. Si lo último que he hecho es una comedia, lo que me apetece es hacer una tragedia. Si he hecho de buena, ahora quiero hacer de mala. Esa querencia a lo contrario alimenta el oficio del actor.

-Su intervención en la reciente gala de los Premios Max fue especialmente sonada. ¿No le parece que existe el peligro de que, más allá de una carga fiscal excesiva, el teatro se haya acomodado en la marginalidad e insista en resistir cuando, tal vez, habría que pasar ya a la acción?

-Tengo desde hace tiempo la sensación de que en el teatro español conviven dos mundos: el creativo y el de la industria. El primero atraviesa uno de sus mejores momentos, en los últimos años han aparecido nuevos autores, gente joven con ganas de decir muchas cosas; y también surgen nuevas formas de practicar el oficio, hay menos parcelas. Quien hace de director también se mete a actor o a productor, la gente se une más allá de los límites de las compañías y se ponen en marcha proyectos interesantes. Lo de la industria es bastante más complicado. Hay cosas que habría que mejorar, desde luego, pero para mí una de las mayores garantías se encuentra en el público. A pesar de que hayan cerrado muchos teatros, el público sigue yendo. Y además, a este público ya no le vale un jijijajá ni una escenografía para salir del paso. Precisamente porque hay menos recursos, se ha vuelto más exigente. Al final, el teatro forma parte de la cultura y la educación. No se puede entender una cosa sin las otras dos. Y, al igual que la educación, el Estado tiene la responsabilidad de proteger la cultura. Y no hablo de pagarlo todo, ni de dar muchas subvenciones, porque al final siempre se habla del teatro como de un medio subvencionado y de sus artistas como de unos pedigüeños, por más que haya otros sectores mucho más subvencionados; no, hablo de una protección desde la educación, de enseñar e inculcar desde la infancia la idea de que el teatro es importante.

-Lo curioso es que se ha producido un desmantelamiento de las enseñanzas artísticas y de las humanidades paralelo a la destrucción del teatro como sector productivo. ¿Es mera coincidencia?

-No, seguramente no. Lo peor es que se ha perdido la oportunidad de forjar en España una identidad cultural, algo que tendría que hacerse también desde la política. La identidad se sostiene en términos de rentabilidad porque, si entraran en juego valores culturales, se correría el riesgo de crear ciudadanos pensantes. La gente debería saber que cuando se sube el IVA al 21% muchos ciudadanos que viven en municipios pequeños pierden, directamente, el derecho a ir al teatro porque los Ayuntamientos no pueden programar. Y esto se debe a que no hay una identidad cultural, a que se sigue pensando en toros, faralaes y tópicos cuando se menciona el término cultura. Como si lo demás no importara en absoluto. Pero necesitamos otra cosa. Hay mucho en juego.

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