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¿Qué tienen en común los Caprichos de Goya, los cuadros del Bosco, las máscaras de Ensor y las feroces mujeres de Willem de Kooning? Si dijéramos fealdad y deformidades no exentas de humor, nos quedaríamos cortos. Faltaría algo que une y fortelece esas tres notas. Ese algo, difícil de definir, es lo grotesco.
La palabra es antigua. La Roma renacentista, al excavar el palacio de Nerón, la Domus Aurea, enterrada en escombros desde tiempos de Trajano, halló pintadas en los muros raras figuras humanas híbridas de animal y planta, y las llamó grotteschi, habitantes de la gruta. No faltó quien llevara tales imágenes al papel y enseguida al cuadro pero sin integrarlas en él: eran sólo guirnaldas que rodeaban los frescos. Poco después Leonardo da Vinci dibujaba rostros entre monstruosos y cómicos: afilada nariz curvada sobre un mentón prominente (cascanueces, decía Kenneth Clark) o nariz chata, boca abultada y barbilla huidiza, rasgos brutales que Vasari atribuyó al peculiar humor de Leonardo y otros a su reflexión sobre los caprichos de la naturaleza. A estos divertimenti de Leonardo cabe oponer deformidades más serias: fantasías diabólicas -Las tentaciones de San Antonio (El Bosco)- y alteraciones brutales, índices del vicio (Brueghel, Pecados capitales) o extraños insectos con poses de presuntuosos caballeros (Jamnitzer). La aguda mirada de la época sabe que la naturaleza también engendra monstruos y que en ellos pueden convertirse los hombres justamente porque son capaces de disponer de su propia vida.
Lo grotesco evoca pues la delgada línea que nos separa de lo deforme o lo degradado, y aquí es decisiva la contribución española en torno al siglo XVII: locos, enanos, mujeres barbudas congelan la sonrisa apenas esbozada porque su compostura y entereza muestran que son como nosotros y que su mal podría ser el nuestro.
El siglo XVIII cambia la escena. Lo grotesco ya no es anormal. Sale a la luz, vive con nosotros. Nobles arruinados y pomposos burgueses pueblan los grabados de Hogarth y los dibujos de Rowlandson, Goya muestra el estéril afán de quienes sólo viven para mantener la estirpe o disimular los achaques de la vejez, y las esculturas de Messerschmidt señalan que la estupidez alumbra en muchos gestos cotidianos. En su ocaso, el siglo de las luces parece fascinado (y atraido) por las sombras de la sinrazón. La siguiente centuria, al hacer de la caricatura un arte, afilará la crítica: Daumier convierte a los ministros de Luis Felipe en devoradores de la riqueza del país y al rey ciudadano en insaciable Gargantúa, mientras Grandville viste a la burguesía con rasgos animales, como si la sociedad moderna hiciera ver una fuerza antes oculta, la del instinto que, como sugiere Ensor, convierte en máscara todo intento de parecer respetable.
Lo grotesco va adquiriendo así su verdadero rostro: no es azar de la naturaleza ni fruto de la perversión, sino signo de la debilidad humana. Es el socio de una identidad siempre dispuesta a caer en lo inhumano. Así, los fotomontajes de Hannah Hoch hablan de los extravíos que alimenta la publicidad, las muñecas de Bellmer de los secretos circuitos del deseo, y ciertos dibujos de Dalí de las fantásticas alucinaciones que crecen tras el devoto Angelus de Millet.
Ese trabajo de las vanguardias artísticas confiere serenidad a la reflexión del arte más actual. Aceptamos sin gran esfuerzo las figuras de Francis Bacon, en las que la fragilidad del individuo precipita en el caos la compostura de su imagen pública por solemne que sea, no nos espanta la agresividad de Philip Guston ni el juego de disfraces de Cindy Sherman, y sabemos que los duros perfiles de las mujeres de Willem de Kooning quizá expresen los miedos del varón o tal vez la sabiduría femenina para gestionar sin recortes la energía del afecto. Nuestra identidad es tan débil como nuestras facciones a las que un breve gesto, como sugiere Bruce Nauman, convierte en caricatura.
La muestra rastrea este peregrinaje de lo grotesco que va desde figuras ocultas (ajenas, deformes y pese a ello, atrayentes) hasta el incesante latido que nos acompaña, diciéndonos que es mejor no olvidar nuestra condición animal. Ese largo itinerario lo recoge en detalle un pormenorizado dibujo de Curro González que sirve de pórtico a la exposición y que va desde los dibujos de Da Vinci hasta las figuras invertidas de Baselitz o los rostros de la pasión de Bill Viola. Es una condensada historia no tanto de lo grotesco, sino de la conciencia de su cercanía.
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