Cultura

El rito, madre de la Historia

Teatro Cervantes. Fecha: 9 de mayo. Compañía: Rakatá. Dirección: Ernesto Arias. Texto: William Shakespeare. Versión: José Padilla. Reparto: Fernando Gil, Elena González, Jesús Fuente, Rodrigo Arribas y Alejandro Saá, entre otros. Aforo: Unas 200 personas.

La representación del Enrique VIII de Shakespeare (la autoría corresponde en realidad tanto al bardo como a su mano derecha de sus últimos años, John Fletcher) supone un notorio paso adelante para la compañía Rakatá desde El castigo sin venganza de Lope que pudimos ver en el Teatro Cervantes hace un par de años. Y lo supone en la misma dirección que indica el teatro clásico en su acepción más barroca: seguramente beneficiado por la actualización del verso que supone la muy cuidada versión de José Padilla, completada por Rafael Díez y Ernesto Arias, frente al inalterable verso de Lope, todo aquí está mejor dicho, más depurado, y por tanto destila una verdad mucho mayor. El afán de los autores, una vez que la dinastía de los Tudor dejó de reinar en Inglaterra, era contar uno de los episodios esenciales de la misma, el cisma de la Iglesia Anglicana, relativamente cercano a los primeros años del siglo XVII en que se escribió la obra; y, por más que les resultara imposible desmitificar la figura de Enrique VIII más allá de ciertos límites, Shakespeare y Fletcher abrigan un notable empeño pedagógico en su afán historicista que emparenta al autor de Hamlet con el Brecht de tres siglos después, con más fuerza aún si cabe. Pero el gran mérito de la dirección de Ernesto Arias consiste en respetar este rigor no sólo a través de lo dicho, también de su puesta en escena: el rito del teatro, anclado, ahora sí, en el espíritu de la época, es un guía eficaz para el conocimiento de la Historia. Tanto o más que la trama y la intriga; así que la compañía y los autores comparten responsabilidad plena en el feliz resultado de la representación.

Me refiero, claro, al final propuesto, una deliciosa mojiganga que pulveriza los límites entre la veracidad de los hechos y la veracidad del teatro, siendo una única verdad, tal y como habría querido Shakespeare. Pero también al convencimiento que en alas de un ritmo eficaz e ilustrativo destila la obra en la escenografía, las músicas, los bailes y las interpretaciones de Fernando Gil y Elena González, soberbios ambos (en otros actores del reparto hay que lamentar, no obstante, una desmerecedora tendencia a la sobreactuación). De modo que sí, este Enrique VIII es un hallazgo que mereció ayer más público en el teatro.

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