Una Sherezade turbulenta, carnal y sexual
Todas las hijas de la casa de mi padre | Crítica
En ‘Todas las hijas de la casa de mi padre’, Juan Francisco Ferré despliega toda su potencia verbal y su don para la fabulación y presenta una novela irreverente y cervantina con la Transición española como trasfondo.
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La ficha
Todas las hijas de la casa de mi padre. Juan Francisco Ferré. Editorial Anagrama. Barcelona, 2025. 473 páginas. 22,90 euros
Al igual que en novelas anteriores, como Karnaval (2012) o Revolución (2019), Juan Francisco Ferré despliega su arrolladora potencia verbal y su capacidad de fabulación en Todas las hijas de la casa de mi padre. Tan irreverente como cervantino, el autor ha sabido crear una novela de novelas, escrita en primera persona desde una voz femenina. Así, conforme avanzamos en su lectura, descubrimos que estamos ante un artefacto narrativo donde se entrelazan la novela erótica, la política, el thriller, la que disecciona las relaciones familiares, todas ellas a su vez contenidas dentro de una narración de aprendizaje. Pero la obra va más allá y, como en Las mil y una noches, la trama principal se enriquece con las historias de los personajes, a veces sobre ellos mismos o contando lo que les sucede a otros, sumergiéndonos así en el relato dentro del relato. No en vano, la protagonista y narradora es una Sherezade turbulenta, carnal y sexual, como celebraba Walt Whitman en uno de sus poemas, que nos cuenta, sin pelos en la lengua, su adolescencia y los años que le siguen en una España que se está abriendo a la libertad de finales de los años 70 y principios de los 80.
La narradora crece en El Atabal, una urbanización de la periferia fundada por holandeses, que es un microcosmos de esa sociedad en plena metamorfosis, así como una metáfora del paraíso, en el que ella encarna el papel de Eva. Aunque se trata de un paraíso inquietante, pues todos allí, desde los propios adolescentes hasta los mandamases de la urbanización, tienen una vida pública y una vida íntima completamente disociadas. El autor parece decirnos que la sociedad solo puede tolerar cierta dosis de libertad, pero que nuestros deseos y pulsiones siempre acaban encontrando su propio cauce para hacerse carne. En El Atabal ella descubre la sexualidad, la amistad, el amor, el arte, el cine, la música y su pasión por la escritura, todo de forma simultánea, de modo que los límites entre unas y otras experiencias se funden y se confunden. Los diversos personajes con los que se relaciona son los pasadizos hacia todos esos descubrimientos, como Regina, en quien el sexo y el cine van de la mano, o Carlos, el pintor, que la lleva del arte a la política y viceversa.
Pero esta novela no se agota en las peripecias vitales y sexuales de la protagonista, en el descarnado y libertino fresco de la sociedad española de la Transición, o en un asesinato del que el Diablo –confidente de la narradora– parece saberlo casi todo. Todas las hijas de la casa de mi padre es también un canto al arte y a su trascendencia en nuestra vida. La música o el cine resultan ser un camino fundamental para el autoconocimiento. En el aprendizaje de la protagonista, Another Brick in the Wall no es solo una canción, como tampoco es solo una película A la caza. Todo lleva aparejada una experiencia que la hace conocerse un poco más, que ayuda a configurar su identidad, sus deseos, su lugar en el mundo. De esta manera, a veces el contacto con el arte llega a sentirse más pleno y auténtico que la propia realidad. El arte nos revela la verdad. Un ejemplo de su función catártica lo encontramos en el capítulo en el que ella está viendo Alien, el octavo pasajero. En la sala del cine, sentada junto a Regina, de pronto es consciente de un hecho traumático al que no podía darle explicación. Y al igual que la protagonista de la película, Ellen Ripley, la narradora tiene un sangrado nasal, algo que en su mente está conectado con la presencia que la visitaba cada noche de su infancia y que al mismo tiempo es símbolo de su llegada a la vida adulta.
La novela es también un canto al arte y a su trascendencia en nuestra vida
Toda la novela está impregnada de literatura. Son recurrentes las referencias a Shakespeare, de quien el autor ha sacado el título del libro. De nuevo aquí el arte conduce al conocimiento: la reconstrucción de su propia vida no se puede separar de la reflexión sobre sí misma mediante la escritura. Y en Todas las hijas de la casa de mi padre la escritura no solo es revelación, sino también rebelión: en la primera y la última línea de la novela se desobedece el mandato de Dios.
Ya casi al final, tiempo después de que la protagonista, como Eva, fuera expulsada del paraíso de El Atabal a causa de los desmanes de su padre, recibe un envío sin remitente: un cuadro para el que ella había posado y que el pintor Carlos nunca le había mostrado. En el lienzo, ella aparece desnuda y rodeada por una amalgama de imágenes de la urbanización. En esta escena, Juan Francisco Ferré arroja luz sobre uno de los misterios del alma humana: quizá solo a través del arte es posible regresar al paraíso perdido.
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