El tigre en el piano y la saeta castradora
Después de que su Crónica sentimental de España llegara a provocarme sarpullidos, confieso que no la tenía todas conmigo cuando me planté el pasado sábado en el Cánovas a ver La corte del faraón pasada por el tamiz de Xavier Albertí. Y eso que otros espectáculos anteriores y cierta intuición que me incitaba a ver de antemano con buenos ojos la propuesta, seguramente porque el material de partida respondía mucho mejor al singular humor de Albertí que el pretendidamente simpático relato generacional de Vázquez Montalbán, me hacían desear con cierta melancolía la recuperación del Albertí más lúcido y genial. Al final este feliz reencuentro no sucedió, pero llegó a tocarse con la punta de los dedos. Quizá sí se hubiera producido del todo de haberse representado en el Cánovas El dúo de la africana, el otro espectáculo en gira del creador catalán anunciado en un principio y luego sustituido. Otra vez será.
La corte del faraón, de Vicente Lleó, se presta con especial benevolencia a la estética cabaretera y desenfadada de Albertí. Concebido como un casting, el espectáculo funciona como un desfile de freaks deliciosos, empezando por el propio mentor, que sin levantarse del piano se hace llamar Manuel de Falla, Igor Stravinsky, Xavier Cugat y Richard Clayderman. Con una escenografía sencilla y eficaz que sin embargo abusa del humo festero, coronada por el resolutivo tigre en la cola del piano y rematada por la representativa traca de fuegos artificiales, el montaje presenta momentos muy divertidos, como la dinámica interacción con Óscar Romero desde el patio de butacas, el homenaje a Esther Williams, la saeta clavada en las partes de Putifar, la interpretación improvisada del Ay, Babilonio con el periódico del día y las coreografías, pero sobre todo lo que la obra encierra de declaración de principios, de amor al teatro, de subida a los altares de la farándula y el exceso: "Nosotros apostamos sin duda por eso que llaman géneros menores, es decir, Shakespeare, Chéjov y todo Ibsen". Aquí se encuentra el mejor Albertí, su mejor humor y el asomo más abierto a la felicidad.
El problema es que tales hallazgos comparten escena con demasiados chistes malos, demasiadas miradas a las diatribas de la actualidad ya más que superadas y, lo que es peor, la sublimación del tópico, que es lo que siempre termina matando a Albertí. El efecto, más que con un gatillazo, puede compararse con una flecha incrustada en plena hombría durante la erección. Y no es justo, hombre.
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