La Casa Fuerte Bezmiliana es, quizá, uno de los espacios que mejor ha arropado la obra de Chema Lumbreras. La sobriedad, la rotundidad y lo desnudo de su fábrica, rasgos de la arquitectura militar, hacen de ella un marco perfecto para sus piezas, especialmente las esculturas que ocupan la segunda estancia y que, gracias a una iluminación puntual que deja casi en penumbra la sala, ven acentuado lo desasosegante y expresivo de sus micromundos.
Lumbreras vuelve a mostrarse como un creador de alegorías acerca de la condición humana y de los estados emocionales del Hombre. Desde prácticamente sus orígenes, el artista malagueño ha sido proclive a este aspecto, cuestión que se acentuó tras adquirir el tradicional recurso fabulístico de la humanización de los animales. Sin embargo, él no tomó los iconos fabulísticos y los relatos aparejados, que en su caso describen muchas de nuestras taras, inquietudes y sentimientos, para enviar un mensaje rayano en la moraleja; Lumbreras, ajeno a cualquier paternalismo, reformula la fábula liberada de cualquier carga edificante.
En esta muestra vuelven a aparecer muchos de esos animales que son símbolos per se, como la liebre-atleta, que puede ser metáfora de lo trepidante de la vida y las ansias de victoria y éxitos. Junto a éstos, otros ajenos a lo zoomórfico, como Girando, la mujer-peonza que ya vimos en su última exposición en la Galería Alfredo Viñas, o Éxtasis, un hacha-árbol, y que se adentran metafóricamente en los ciclos de la vida (perecer/nacer) y en el discurrir imparable de ésta, como el mundo que gira. Ahora se expone otra serie alegórica, aunque el motivo principal, un paño en cuyos cuatro vértices se sitúan dos manos y dos pies y en el centro del borde superior se coloca una cabeza humana, había aparecido ya en 2009.
Es un hombre-trapo, de quien el artista realiza el objeto escultórico y una serie de dibujos, Trapicheo, en la que ese personaje nacido de su imaginario afronta distintas situaciones. La imagen es rotunda: un hombre reducido a un trapo, sin autonomía, manejado cual títere y presto a ser usado y maltratado. La serie de dibujos resulta una estremecedora metáfora de la consideración del prójimo, del abuso de poder y de la dominación del hombre por el hombre, destellos al fin y al cabo de nuestra inalterable condición humana.
Así, esos dibujos representan a un hombre-trapo zaherido, pisoteado, usado para limpiar y arrojado en una esquina cual inerte marioneta. Exploración de la desconsideración, del daño, de la humillación, de la abyección, del peligro y del dolor. Si, como venimos diciendo, éstos, como casi toda la obra de Lumbreras, revelan nuestra eterna condición, nuestra real naturaleza, resulta inevitable que en tiempos como los que vivimos afloren más que nunca esas situaciones y sensaciones que el artista consigue transmitir.
Esto es, que lo eterno e inalterable que nos acompaña se manifiesta en situaciones concretas y actuales, de modo que es imposible no pensar, entre otros muchos -demasiados- casos, en esos analfabetos a los que alguna caja gallega les colocaba "preferentes" y otros productos bancarios de riesgo y que días atrás volvían a ofrecernos una de las peores caras del ser humano. Imposible no pensar en ellos, en esos abuelos que firmaban con la huella dactilar, como meros trapos. Este aspecto, el de la diacronía-sincronía (relato y evolución histórica-momento concreto) está latente en muchas de sus piezas, ya que automáticamente el receptor proyecta la realidad más cercana en sus universales y atemporales imágenes, en esos símbolos que se configuran retrato del Hombre. No obstante, en otras obras ese rasgo de contemporaneidad aflora, como en Aullidos (2007), un grabado que no se muestra en esta ocasión pero en el que el artista mantenía su interés por la fábula para reformularla adaptándola a algunas de las bofetadas de la cotidianeidad, de modo que el cuento del lobo y los tres cerditos se convierte en escena de desahucio, ya que un lobo enchaquetado, pongamos que un banquero, amenaza con desalojar a los cerditos de sus casas.
Aunque esta exposición no es en rigor una retrospectiva, junto a las piezas últimas y las recientes se muestran algunas anteriores, como La sombra del pájaro (2004) o La rata del cochero (2008), con lo que nos permite ver cierta evolución en su obra pictórica, haciéndose más esencial, más aislados los motivos y menos saturada y opresiva en lo formal y compositivo, puesto que el mensaje y la temática siguen compartiendo la misma desazón, angustia y visión cáustica acerca del Hombre. Del mismo modo, se exponen algunas de las cadenas de animales humanizados que le vienen acompañando desde hace años y que cuelgan del techo en un metafórico precipitarse.
Gracias a que Lumbreras escenifica tanto situaciones desdichadas y estados emocionales próximos al desasosiego y a la derrota como las taras del ser humano y algunos de sus aspectos más deleznables, se desliza una visión dual del Hombre: como sujeto digno de despertar la compasión en sus congéneres y hacer brotar la solidaridad, la comprensión y un ejercicio de reconocernos en ellos, al tiempo que ser, en algunos casos, causante de esas desdichas, del oprobio, de la desconsideración y, por tanto, susceptible de ser reprochado y -por qué no- también dispuesto a que nos reconozcamos en esa faceta.
Y es que, gran parte de esas situaciones y estados que casi desembocan en la noción de identidad, son procesos compartidos, formulados y establecidos en función a una relación bilateral o de pares (los que los sufren y los que hacen sufrir; no hay opresor sin oprimido y viceversa), certificando la idea de la indispensabilidad del Otro para la formulación del yo.
Las piezas escultóricas que ocupan la sala posterior, dotadas con una iluminación que acentúa el recogimiento y lo escenográfico, convierten el espacio en una suerte de teatro de las emociones. Lumbreras ha ido incorporando a sus esculturas objetos desclasados y materiales pobres, lo que maximiza el sentido expresivo y la metafórica fragilidad y futilidad de los seres mínimos que pueblan sus conjuntos escultóricos. Nuevamente, éstos giran sobre la angustia y el peligro, entre otros sentimientos. En varias de las esculturas se recupera una figura recurrente del artista en su obra desde hace más de una década: sus bolas, tal vez como globos terráqueos, sobre las que se sitúan dominantes ratas y ratones Mickey, con toda la carga ambigua que atesoran de falsa ingenuidad y posible presencia de la muerte.
Chema Lumbreras Casa Fuerte Bezmiliana. Avda. del Mediterráneo. s/n. Rincón de la Victoria. Hasta el 24 de junio
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