La Viking odisea VI: Oslo II
El Jardín de los Monos
¿Quién visita Oslo y no ve el Museo de Munch? Allí, el 'El Grito' te observa con su boca abierta y ojos desorbitados. No grita él, gritas tú
La Viking odisea V: Oslo I
En Oslo, como en toda Noruega, el aire huele a abeto, a sal marina y a siglos de historia. El apacible lago Bostagd, junto al bosque en el que se encontraba el camping, era un trozo de paz llovida del cielo. Como todas las mañanas, el madrugador Víctor, se encargaba de comprar el pan y preparar el desayuno. Era la única comida barata que hacíamos al día, ya que en Oslo comenzamos a saber lo que vale un peine. Aquel día en una cervecería nos cobraron, por dos jarras de cerveza, 85 koronas noruegas, o sea, al cambio, 1.400 pesetas de 1990.
En la actualidad la capital noruega es una ciudad de unos 700.000 habitantes, entonces no superaba el medio millón. Oslo, a lo largo de su historia, sufrió numerosos incendios. Tras el que destruyó la ciudad en 1624, el rey de Dinamarca y Noruega, Christian IV, decidió rehacer la ciudad en la otra orilla del río Aker, justo en la zona donde está el castillo de Akershus. La nueva ciudad fue bautizada como Christiania hasta que, en 1925, volvió a llamarse Oslo. Hoy se extiende a ambas orillas del fiordo y es conocida por la sublime belleza de sus alrededores.
Aparcamos cerca de la península de Bygdøy, junto al puerto, y nos encontramos con el Memorial a los marineros. Una escultura solemne en bronce que representa a un joven marinero que mira hacia el horizonte eterno. Este lugar es una elegía callada a quienes desaparecieron entre las olas, muchos de ellos durante la Segunda Guerra Mundial. No hay nombres en las placas, pero el silencio los susurra. Si cierras los ojos, igual escuchas las campanas de algún barco fantasma, o tal vez el eco de la voz del explorador noruego, premio Nobel de la Paz, Fridtjof Nansen, navegando por el Ártico.
Desde allí comenzamos el ascenso a la colina donde se alza el Castillo de Akershus. Centinela pétreo que ha observado guerras, traiciones y reyes destronados. Construido hacia el año 1300 por el rey Haakon V de Noruega, fue cárcel, palacio y bastión nunca fue tomado, desde el siglo XIII. Aún se dice que por sus pasillos camina la Reina Margarita, esposa del rey Haakon VI, elegida «ama, señora y tutora de Dinamarca y Noruega con plenos poderes». Se dice que fue traicionada, envenenada y condenada a vagar por los siglos. En realidad, parece que murió de la peste. Pero la leyenda es más bonita y mejor es acompañar a Margarita, respirando el moho de los siglos, contemplando el fiordo desde las murallas del castillo: todo un poema de agua y niebla.
Muy cerca se encuentra el Monumento a la Guerra que recuerda que la paz siempre tiene un precio. Las esculturas de soldados, madres y niños, capturan la angustia de una Europa desgarrada. En ella, cada figura cuenta su historia y cada mirada parece buscar un nombre perdido. Bajamos de la colina para entrar en el corazón palpitante de la ciudad. El Ayuntamiento de Oslo, de fachada austera y murales grandiosos, acoge cada año el Premio Nobel de la Paz. Dentro, los murales de Henrik Sørensen y Alf Rolfsen narran la historia de Noruega con una vitalidad pictórica que te atrapa. Es como si los muros mismos te quisieran hablar. Fuera, en el barrio de Vika, arte moderno y cafés reposan bajo una arquitectura silenciosa, funcional, reconociblemente nórdica. Es fácil cruzarse con un estudiante de arte o algún anciano con gorra que murmura poemas de Ibsen mientras pasea.
En el Teatro Nacional, resuenan los ecos de Henrik Ibsen. Aquí se estrenaron sus dramas y aún permanecen las palabras de su Casa de muñecas o de El enemigo del pueblo. Un mito urbano dice que, si estás solo en el vestíbulo al anochecer, puedes oír a Ibsen discutir consigo mismo. Con Ibsen en el pensamiento paseamos por el centro de Oslo. Es una ciudad que habla con sus piedras: con las esculturas que emergen en plazas, esquinas y jardines. Algunas clásicas, otras extrañas, como esa figura de bronce que bosteza, o el tigre de Stortorget, símbolo moderno de la ciudad.
La Vieja Universidad y el parque Studenterlunden forman un pequeño reino intelectual. Por ella caminaba Edvard Munch, perdido en sus pensamientos febriles. Allí aún pasean los fantasmas de los estudiantes del siglo XIX, algunos revolucionarios y otros poetas sin lectores. La plaza Stortorget es donde la ciudad se mezcla en un coctel delicioso: música callejera, mercados, protestas, gaviotas. Muy cerca, la Catedral de Oslo, sobria y luterana, guarda bajo su altar historias de monarcas, reformas religiosas y amores secretos. Su techo estrellado invita a mirar hacia dentro.
El edificio del Storting (Asamblea Nacional), neorromántico, recoge las voces del pueblo. En su interior se discutió la independencia noruega en 1905, y aún hoy se oyen discursos apasionados sobre el Ártico, la energía o los derechos indígenas sami.
Pero el alma humana, con sus miedos, amores y contradicciones, se encuentra en el Parque Vigeland. Más de 200 esculturas de Gustav Vigeland retratan la vida desde el nacimiento hasta la muerte. El Monolito, tallado en un solo bloque de granito, es una torre de cuerpos entrelazados, una espiral de humanidad que casi da vértigo.
Después de comer un menú a base de rakfisk (pescado fermentado), de entrada, y alce ahumado con arándanos, de segundo, y acabar probando una copa de aquavit que, según dicen, es el licor de las noches eternas, menú que nos costó una pequeña fortuna, nos fuimos a ver el Museo de los Barcos Vikingos. Bajo una luz tenue y la madera ancestral, nos esperaban los navíos del fin del mundo: el Oseberg y el Gokstad. Eran tumbas flotantes, y parecen aún listas para zarpar hacia Valhalla. Los artesanos que los tallaron hablaban en runas. En sus quillas resuenan la voz de Odín y el trueno de Thor.
Unos pasos más allá está el Museo Kon-Tiki, con la balsa real que, el aventurero y etnógrafo, Thor Heyerdahl, usó para cruzar el Pacífico desde Perú a la Polinesia. Una hazaña casi absurda, pero gloriosa. Junto a él, está el Museo Fram que guarda el barco polar más resistente jamás construido. Viéndolo tienes la sensación de sentir el crujido del hielo en las maderas, de encontrarte dentro del corazón de una de las expediciones árticas.
¿Quién visita Oslo y no ve el Museo de Munch? Allí, el El Grito te observa con su boca abierta y ojos desorbitados. No grita él, gritas tú. Munch consiguió plasmar el sonido del desgarrado grito de horror en el lienzo. Esas pinceladas son electricidad y locura. También verás su Madonna, o su Ansiedad, su vida entera hecha trazo. Munch no pintaba: sangraba sobre el lienzo.
Acabamos nuestra visita a Oslo subiendo al trampolín Holmenkollen, desde donde los esquiadores saltando vuelan como si negaran la gravedad. Desde allí, Oslo se extiende como un tapiz entre bosques. En él está el Museo del Esquí, donde se pueden contemplar mil años de historia nórdica sobre nieve, desde los tiempos de los dioses hasta las hazañas olímpicas.
Hemos caminado por siglos de historia contemplando el alma de una ciudad que conversa con el mar y el bosque, con la naturaleza a la que adora y respeta. Una ciudad que es la capital de Noruega, de la convivencia y de la democracia. Hasta siempre, Oslo.
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