‘Excodificados’, parias de la IA

Un trasplante o un alquiler dependerán de tus registros en la Gran Robótica

Tras la primera oleada de temor que produjo el lanzamiento mundial y la consiguiente mercadotecnia de masas del último grito de los prodigios digitales, la Inteligencia Artificial (IA), surgen aquí y allá anzuelos de gratuidad y asombro técnico; también exigencias de códigos éticos a sus empresas. Y alertas de sus amenazas, entre las cuales se menciona una y otra vez la extinción de la humanidad a manos de los robots y sus armas (fantasmagoría que constituye una cortina de humo alentada por sus promotores: el miedo al futuro lejano deja en segundo plano las mermas que la IA puede causar en los derechos individuales). Es esta una nueva ciencia de la computación, mediante la cual los sistemas informáticos y sus algoritmos imitan a la inteligencia humana. Podemos incluir ahí a la intuición y los sentimientos. Esto va a suceder en un plazo más corto del que nos llevó hasta el todopoderoso teléfono móvil desde la paleoinformática del Spectrum o el AT de Microsoft (si a usted no les suenan aquellos aparatos, usted es todavía sociológicamente joven, o bien adulto temprano). En pocos años asistiremos a cómo la IA va ocupando amplias parcelas de nuestra vida individual y colectiva, hasta niveles más allá de lo “práctico”. No hay duros a cuatro pesetas.

No puedo hablar con propiedad alguna de asuntos técnicos de la IA, y ya me siento procrastinador con lo de meterle mano al Chatgpt; me pasó igual con el Office y con la propia navegación en internet. Ahora estamos en la fase “caramelos en la puerta del colegio”: “yonqui serás, mas yonqui enamorado”, y permitan la blasfemia a costa del último verso de Amor constante. Pero, oh nadería, sucede que ya en este primer boom de la IA de consumo final uno le sugiere al citado Chatgpt dos ideas (amor y muerte, por ejemplo) y el bicho te compone un soneto. No sobrecogedor como el de Quevedo, pero aseado. Diremos enésimamente, pero sin temor a equivocarnos, lo que dijo Roy Batty en la archifamosa escena de Blade Runner, cambiando “momentos” por “consideraciones”: “Todas estas consideraciones se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”. Si la obsolescencia de la prensa diaria se simbolizaba otrora con “este periódico, mañana, sirve para cartucho de pescado”, una columna sobre el desarrollo digital está condenada a resultar naif no en unos años, sino en un suspiro, como el que dio antes de morir ese replicante de la película de Ridley Scott: él, Batty, era pura “inteligencia artificial”. Entonces era ciencia ficción.

En esta mañana de lluvia sin lágrimas, más bien de alivio porque el agua cae en el campo, leo en un reportaje unas frases sobre un nuevo concepto, excodificado (“excluido codificado”). El término es inquietante, y su significado, también: es un contrapunto al tono general de las dos páginas laudatorias sobre lo mucho que va a ayudar la IA a nuestra seguridad, nuestra longevidad y nuestra calidad de vida. Pero un excodificado es alguien que, con un rastro de datos vitales sospechosos, ni pincha ni corta; un paria a efectos prácticos, como puedan ser la concesión de un préstamo decente, el lugar que ocupa en una lista de espera para un trasplante de riñón o a la mera condición de inquilino de cualquier casa en alquiler. Quien crea que está blindado a ser un señalado de la nueva internet –un excodificado– está muy equivocado. ¿Que siempre ha habido ratings personales? Sí, pero no tan totalitarias, y el término viene como anillo al dedo: el ultrarrobot llega donde Dios no quiso llegar. Mientras, nos tienen entretenidos y acongojados con que las máquinas nos van a exterminar. Pero la cosa es mucho más simple y más cercana. Es el control de tu vida, y lo es ya, y de un año a otro de forma exponencial; término abusado que en esto, quizá, esté justificado.

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